Li-Ming estaba usando uno de sus encantamientos predilectos: una fina capa de hielo que rodeaba su cuerpo. El hielo se derretía en el aire en cuanto lo creaba, así que daba la impresión de que tenía una especie de aureola a su alrededor hecha de una fina niebla. Cuando se bajó del camello, hizo caso omiso de los estribos y descendió sobre corrientes invisibles hasta que posó suavemente los pies en la tierra. Eso hizo que la poca gente presente en la calle dirigiese su atención hacia nosotros.

—¿Tienes que usar la magia tan a la ligera? —pregunté enojado.

—Este calor es insoportable, maestro. No entiendo cómo lo aguantas —dijo ella.

—Lo aguanto porque debo —dije mientras descendía de mi camello—. Tu comportamiento no favorecerá que hagamos demasiados amigos.

—Solo te preocupas por mi comportamiento cuando es conveniente reprenderme —dijo Li-Ming.

—¿Acaso soy digno de culpa por que suceda con tanta frecuencia?

A pesar de las quejas, Li-Ming dejó que su hechizo se disipase mientras caminaba hacia mí. La ligera humedad a su alrededor se evaporó, absorbida por el aire del desierto.

—Hemos venido a observar y hacer preguntas, nada más —le recordé a Li-Ming.

—Observar y hacer preguntas. Nada más —repitió Li-Ming.

—Ocúpate de los camellos —dije sin picar el cebo.

—Creía que estaba observando.

—Eso será después de que te ocupes de los camellos —respondí—. Voy a buscar a Isendra.

—¿Isendra está aquí? —A Li-Ming se le iluminaron los ojos.

—Así es. —Y ahora, quédate aquí —añadí—. Y… ¿Li-Ming?

—¿Sí, maestro? —preguntó solícita.

—Intenta no meterte en líos.

Li-Ming esbozó una sonrisa burlona.

Guarecida por uno de los flancos del cañón, la ciudad estaba protegida frente al hirviente viento cuando soplaba de oeste a este, pero cuando venía de otra dirección Lut Bahadur se encontraba indefensa. Era evidente que los habitantes habían intentado levantar un cortavientos, pero hacía ya mucho que se había venido abajo. Ese día el viento soplaba desde el este, pero no tan fuerte como para considerar peligroso salir afuera. Li-Ming amarró a los camellos cerca del pozo y se asomó a echar un vistazo. Yo no necesitaba mirar para saber que estaba vacío. Toda el agua se almacenaba en jarrones, aunque había pocas probabilidades de que quedase mucha. Me dirigí hacia uno de los hombres sentados bajo la inútil sombra de un toldo roído y lleno de jirones a través del que se filtraba la luz con el propósito de preguntar dónde podría encontrar a la hechicera.

De repente, la tierra convulsionó. Temblaba como si hubiese olas bajo nuestros pies y una violenta sacudida me tiró al suelo. Mientras alzaba la vista observé que Li-Ming levantaba los brazos a la altura de los hombros y sus dedos se movían como si estuviese manejando los hilos de alguna marioneta.

Ella era la responsable.

—¡Li-Ming! ¿Qué has hecho? —grité mientras continuaban los temblores.

—Ven y lo verás tú mismo —dijo orgullosa al tiempo que señalaba el pozo. Me levanté y me dirigí hacia allí mientras el suelo aún se estremecía. Cuando me asomé al borde, vi el tenue resplandor del agua filtrándose a través de la seca corteza en el fondo del pozo. Li-Ming había llevado agua a la ciudad: el agua que necesitaba para sobrevivir.

—He encontrado agua en las profundidades; quizás se trate de un río subterráneo que nutre al Oasis de Dahlgur. He variado su curso para llenar el pozo. Esta ciudad…

—Basta —respondí con tono severo—. Te dije que habíamos venido a observar y hacer preguntas. Nada más.

—Pero podríamos hacer más, maestro. Podríamos construir un nuevo cortavientos o reparar lo que han destruido las tormentas de arena. Siempre dices que no hagamos nada. ¿Para qué se nos concedieron estas habilidades si no ayudamos a la gente? —dijo ella—. He estado pensando, maestro, que quizás con nuestra magia podríamos detener el calor y poner fin a este verano.

—No vamos a hacer nada. No es nuestro cometido, y tú mejor que nadie deberías saber lo que podría pasar si intentamos modificar el clima a una escala tan inmensa —le dije con tono de reprimenda—. ¿Acaso has olvidado lo que te pasó?

—No soy la niña de antaño. He aprendido. ¡Y no permitiré jamás que la gente sufra! —dijo Li-Ming—. Dime por qué no podemos ayudarlos. Dime qué tiene de malo.

Apunté al pozo en el que en ese momento gorgoteaba el agua. —¿De dónde viene esta agua? ¿Adónde se dirigía? ¿Acaso el agua que iba al oasis fluirá hacia aquí sin ninguna contrapartida? No puedes crear a partir de la nada. Puede que soluciones un problema, pero estarás creando diez más. —Li-Ming era joven y no se preocupaba por los detalles. Era impulsiva y solo se daba cuenta lo que sucedía en ese momento.

—El agua estaba ahí, maestro. La gente podía haber cavado el pozo más profundo. Yo solo la he sacado.

—Tu altruismo es algo que te debe llenar de orgullo, pero los magos no podemos hacer este tipo de cosas. Sí, hay momentos en los que podemos utilizar nuestra magia para ayudar a la gente, pero eso no puede suceder siempre, y debemos calibrar con sumo cuidado las consecuencias de nuestros actos. Esto no es debatible. Tienes que obedecer.

—Sin embargo, Li-Ming tiene razón —respondió la voz de una mujer.

—¡Isendra! —gritó Li-Ming mientras corría hacia la hechicera, quien la abrazó con cariño.

—Esto no nos concierne ni a nosotros ni a ti —dije—. Li-Ming, deja que Isendra y yo hablemos. A solas.

Li-Ming frunció el gesto e hizo ademán de hablar, pero se contuvo y se unió a los hombres y mujeres que cogían jarras y otras vasijas para llenarlas con el agua recién aparecida. Observé cómo se iba con ellos.

—Si los problemas de esta gente no nos conciernen, ¿por qué estamos aquí? —preguntó Isendra.

—Algunas veces vosotras dos os parecéis demasiado —refunfuñé—. Ella dijo lo mismo.

—¿Qué tal le ha ido?

—Los años cambian pocas cosas. Es tan impetuosa como el primer día que la conocimos. Me pregunto si nos equivocamos al decidir ser sus maestros.

—No se conforma con dejar las cosas como están. Quiere que la gente viva mejor.

—Li-Ming no piensa nunca en las consecuencias. Vive el presente, mientras que gente como tú y yo tenemos que pensar más allá. Esa es nuestra carga, guiar a los clanes de los magos.

—Puede que Li-Ming tenga razón. Nosotros tres somos los magos más poderosos a día de hoy. Entre nosotros, ¿por qué no deberíamos poner fin a este verano y restablecer el orden de las estaciones?

—Ese es un pensamiento movido por los sentimientos, no por la razón —respondí—. No podemos modificar el clima. No funcionaría.

—Li-Ming no diría eso —comentó Isendra.

—Tú no eres Li-Ming. Ella es una muchacha insensata.

—Tú ves a una muchacha. Yo veo a una mujer que podría salvar el mundo.

—Profecía. Destino —dije mientras me encogía de hombros—. ¿Quién puede decir lo que pasará mañana? Pase lo que pase, tú y yo nos enfrentaremos a ello, y puede que Li-Ming luche a nuestro lado. Pero ella sola no puede. ¿Y cómo podemos saber que esas profecías son ciertas? Los Señores del Infierno deberían haber actuado hace veinte años. Es a nosotros mismos a quien más debemos temer.

—Los años te han convertido en un pusilánime —dijo Isendra.

—Y a ti en una insensata —respondí yo—. No quiero que intervengas.

—Haré lo que deba —respondió Isendra mientras emprendía la marcha—. Al igual que lo harás tú.

Después de que Isendra se marchase, observé a Li-Ming. Estaba cuidando de un niño que se había desmayado por el calor. Tenía fiebre. Sus pómulos estaban rojos y el sudor empapaba su piel. Li-Ming lanzó un hechizo y el aire alrededor de sus manos se enfrió. Cuando las posó sobre el rostro del chico, este lanzó un suspiro de alivio mientras la más fina de las brisas corría entre el cabello enmarañado de su frente.

—Gracias —dijo la madre del muchacho—. He oído los rumores de la gente, pero nos has devuelto el pozo y has salvado a mi hijo. A mí no me pareces tan mal.

Li-Ming esbozó una sonrisa mientras se levantaba, pero su expresión se oscureció cuando se dirigió hacia mí.

—Esta gente morirá —dijo Li-Ming.

—Es posible. Pero nuestra intervención no garantiza que lo evitemos.

—Nunca lo sabremos, ¿verdad? —dijo Li-Ming, dirigiendo sus ojos marrones hacia los míos—. ¿Verás sus rostros en tus sueños?

—No solo los suyos. Es nuestra maldición, Li-Ming, y volverás a sentir este dolor en muchas más ocasiones. —Posé mi mano con cuidado sobre su hombro—. Vámonos.

Luciérnaga

Maga

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