El gran salón del Sagrario de los Yshari era una enorme cámara octogonal con techos abovedados en los que se representaba la historia de los clanes de magos. Ocho grupos de puertas conducían a diversos pasillos y cámaras, aunque ninguna era tan grande como esta. Cada centímetro de pared estaba cubierto con espectaculares tapices. Las baldosas de piedra del suelo procedían de las tierras situadas más allá de los Mares Gemelos.
Cuando entré, Li-Ming se encontraba en el centro de la sala, examinando los diseños del suelo. Exceptuando nuestra presencia, la cámara estaba vacía.
—No quería irme sin avisarte —dijo cuando escuchó mis pasos—. Creía que, al menos, te debía eso.
—¿Y adónde te diriges? —pregunté.
—Hoy una estrella ha surcado el cielo y ha caído al oeste. Es la señal que esperaba. Al igual que yo, has leído los libros de la profecía. Sabes lo que significa. Esperábamos la invasión del Infierno hace veinte años y nunca sucedió. Las historias que oigo cada día en el zoco albergando sombrías noticias me han convencido. Ha llegado mi momento.
—Tu lugar está aquí, como estudiante del Sagrario de los Yshari. Eres una chispa peligrosa, y el mundo está seco y preparado para incendiarse. No puedes controlarte y lo que podrías hacer si te permitiese marchar sería peor que cualquier otra inimaginable fatalidad.
—No hay nada más que me puedas enseñar —dijo ella.
—¿Recuerdas el primer día que nos vimos, Li-Ming? Tienes más conocimientos que entonces, pero sin embargo has adquirido poca sabiduría. Si partes, solo serás una maga.
—No necesito tu sabiduría. Yo soy una maga y protegeré al mundo si no lo hacen los demás. —En ese momento me dio la espalda—. Deja que vaya a enfrentarme a mi destino. Tú estarás a salvo aquí, con tus libros y tus temores.
Alcé las manos y, canalizando un fino hilo de magia arcana, cerré las puertas del Sagrario. Una tras otra se fueron cerrando hasta que ambos nos quedamos atrapados dentro del salón.
—En ese caso, mi deber es detenerte. —Me arremangué con cuidado la toga—. Has sido mi mejor estudiante, Li-Ming, y creía que, llegado el momento, podrías sucederme y liderar los clanes de magos. Creí que podrías superarme. Siento que hayamos tenido que llegar a esto. Quizás haya sido mi propio fracaso.
—Has sido un buen profesor, maestro. Y he aprendido tus lecciones. Pero nunca podrás entender el don que me fue concedido. Esa es la razón por la que te superaré —dijo. Sus palabras retumbaban por toda la sala.
Vi cómo sus ojos se estrechaban al concentrarse en su interior. Las antorchas comenzaron a titilar en sus candeleros, situados en lo alto de las paredes, y comenzamos a reunir energía a nuestro alrededor. Li-Ming extendió las manos hacia los lados y sus dedos se ensortijaban mientras nos encarábamos como dos rocas inamovibles en medio de un río. Hice descender mi bastón y lo situé frente a mí, utilizándolo como foco de mi propio poder.
—Maestro, ¿alguna vez te has preguntado si era más poderosa que tú? —preguntó.
—No —dije con una sonrisa—. Nunca.
Esperé a que Li-Ming tomase la iniciativa. Invocó unas esferas llameantes que absorbieron la luz de las antorchas y parecieron debilitar la luz del exterior, pero solo era un truco que me jugaron mis ojos mientras se adaptaban a la oscuridad. Lanzó los orbes flamígeros contra mí. Los rechacé y los envié contra las baldosas, donde chamuscaron el mármol pero no me alcanzaron. El aire se inflamó y sentí que me faltaba el aliento. Li-Ming me miró con expresión divertida, pero preparó su siguiente ataque. Arrancó unas inmensas rocas del techo, les prendió fuego y las descargó contra el lugar en el que me encontraba. Alcé el bastón sobre mi cabeza y desaté una oleada de fuerza que creció hacia fuera y formó una cúpula resplandeciente que se expandió y entró en contacto con los meteoritos que caían, convirtiéndolos en una capa de polvo y algunos fragmentos de mayor tamaño que impactaron contra el suelo. El escudo translúcido me había protegido del ataque, pero su resonancia retumbó con dolor por todo mi cuerpo. En épocas anteriores me habría afectado menos, pero en ese momento hizo que hincase una rodilla en el suelo. A mi alrededor, las baldosas de mármol se agrietaron y se hicieron añicos como un espejo roto a causa del golpe, e incluso Li-Ming se vio desplazada hacia atrás.
—Tendrás que hacerlo mejor —afirmé.
Li-Ming gruñó, llena de frustración, y en esta ocasión el fuego surgió de las palmas de sus manos en forma de finos haces de llamas iridiscentes que tomaban forma según se acercaban a mí. Lo único que pude hacer fue esquivar y evitar sus arcos cercenadores. Al chocar contra la roca, realizaron un corte limpio, como el de un cuchillo. Desgarraron las baldosas de mármol y pude sentir cómo el suelo comenzaba a derrumbarse. Extendí mis brazos, encontré las piedras que amenazaban con desmoronarse y las uní con un hilo invisible. Si las soltaba, el suelo se derrumbaría, y yo con él. Bajo el gran salón se encontraban las catacumbas, no tierra sólida, y no creí que pudiese sobrevivir a semejante caída. El esfuerzo por mantener todo junto era enorme, y mis nudillos se tornaron blancos mientras agarraba el bastón.
Li-Ming observó mi lado del salón, donde el suelo estaba agrietado y roto. Movió su mano y la roca que había bajo mis pies cedió, disolviéndose en la más absoluta de las nadas. Isendra me enseñó una vez un truco que en ese momento recordé de manera inconsciente. En un instante me encontré sobre la baldosa que se derrumbaba. Al siguiente aparecí un par de metros más allá, donde pude posar mis pies con mayor seguridad. La agonía del teletransporte, incluso a una distancia tan corta, fue inmensa. Sentí como si me hubiesen hecho jirones por mil sitios y después me hubiesen vuelto a coser con un hilo abrasador. Era difícil saber cuál de los dos procesos había sido más doloroso. Li-Ming destruyó metódicamente mi nuevo asentamiento, y yo volví a cambiar de lugar. Repetimos este baile durante un rato más, pero mis reacciones iban ralentizándose con cada cambio y pude sentir cómo la batalla iba pasando factura a mi viejo y frágil cuerpo.
Dirigí mi bastón contra el suelo y un relámpago rugió con el impacto. En un abrir y cerrar de ojos, varios arcos de relámpagos salieron disparados por el salón; allá donde golpeaban, el suelo explotaba y salían disparados pedazos de baldosas de mármol. Un relámpago emitió una explosión fulminante y se abalanzó sobre Li-Ming. Pero no la golpeó. Los dentados rayos de luz estaban congelados en el aire y Li-Ming mantenía sus brazos extendidos, profundamente concentrada. Impertérrito, seguí invocando relámpagos y la tormenta fue haciéndose cada vez más grande. Los relámpagos colgaban suspendidos sobre Li-Ming como un abanico desplegado, hasta que no pudo mantenerlos a raya. La electricidad atravesó su cuerpo, por lo que cayó al suelo mientras una cascada de chispas y luz blanca se formaba a su alrededor.
Li-Ming desapareció.
Dudando de sus intenciones, prendí fuego a la tormenta. Esta se transformó en un atroz infierno que inundó por completo el gran salón y quemó mi propia carne, lo cual amenazaba con extinguir mis últimos atisbos de fuerza. Cuando Li-Ming volvió a hacerse visible estaba envuelta en llamas. La escuché gritar mientras el fuego la consumía. Las baldosas se movían bajo mis pies según me acercaba a ella. Aferrado al hechizo que evitaba que el suelo se desmoronase, apunté con mi bastón a su figura maltrecha.
El suelo daba la impresión de solidez mientras estaba frente a Li-Ming, y me alivió saber que soportaba mi peso.
—Aún tienes mucho que aprender, Li-Ming.
La empujé con mi bastón, pero donde debería haber golpeado carne, el cuerpo de Li-Ming se desvaneció.
Me giré justo a tiempo para verla detrás de mí. Abrí mi boca para intentar pronunciar un hechizo, cualquiera, pero una explosión hizo que mi visión se estremeciera. Perdí el control del hechizo y el agarre con el suelo que yacía bajo mis pies. Este tembló y se hizo añicos, y todo se derrumbó. Caí y seguí cayendo, descendiendo hacia la oscuridad, hasta que impacté contra el frío suelo de piedra de las catacumbas.
Una vez allí, con el cuerpo maltrecho, me vi envuelto por el olor de fuego y polvo. Li-Ming descendió suavemente y aterrizó arrodillándose junto a mí.
—Tú crees que no he aprendido tus lecciones, pero sí que lo he hecho. He aprendido la lección de la muerte de Isendra. Pero mi poder me fue concedido por una razón, y es mi responsabilidad hacer uso de él. Lo utilizaré, no lo temeré como tú.
—¿Y si no puedes controlarlo? —dije con tono áspero—. Con tu poder, podrías destrozar el mundo.
—En ese caso, el mundo llorará. —Se dio la vuelta—. Hay una cosa que deseo preguntarte, maestro.
Permanecí en silencio, pues sabía lo que vendría a continuación. No había nada más que Li-Ming pudiese aprender de mí.
—¿Por qué murió Isendra? Dime la verdad —dijo.
—Sé lo mismo que tú.
Li-Ming asintió con la cabeza y comenzó a elevarse.
Abrí mi boca para volver a hablar, pero las sombras lo consumieron todo.