La maga Isendra entró rápidamente en mis aposentos, empujando a una joven delante de ella. Las dos eran tan diferentes como lo son el fuego y el hielo. Isendra aparecía majestuosa y resplandeciente con su toga verde y sus joyas de oro, mientras que la chica me recordaba a un pájaro, moviendo la cabeza hacia adelante y atrás, y escudriñándolo todo fascinada por las cosas presentes a su alrededor: los libros de las estanterías, las hileras de botellas con extraños líquidos y sustancias en polvo, y dispositivos arcanos cuya utilidad suponían un misterio para mí. La toga de la chica no eran más que unos harapos con jirones, manchas de sudor y suciedad. Podría haber pasado por uno de esos niños mendigos que persiguen a los ricos mercaderes en el Zoco de Caldeum. Su largo y oscuro pelo era una maraña de enredos seca y quebradiza, tan cubierta de polvo y barro como el resto de su ser. Tenía la piel muy bronceada y los labios cortados.
—¿Así que esta es la chica? —pregunté a Isendra mientras dirigía la vista hacia la niña despeinada que estaba frente a ella.
Isendra observó con dudas a la muchacha. —La encontré en el patio, batiéndose con Mattiz, Allern y Taliya. —La voz de la maga destilaba desagrado—. Estaban dispuestos a aceptar su reto.
—No parece haber salido mal parada de la experiencia —dije—. ¿Y el resto?
—Mattiz y Allern están siendo atendidos. A Taliya solo le hirió el orgullo.
La muchacha esbozó una sonrisa al escuchar la historia.
—Puede que sea lo mejor —añadí—. Es probable que esos tres hayan recibido una buena lección de humildad. Me ocuparé de ellos más tarde.
—Pero ahora te ocuparás de mí, anciano —dijo la chica. Tenía una voz clara y altiva, reforzada por la confianza proveniente de la seguridad de un niño.
—Con que sabe hablar —. Lancé una mirada de complicidad a Isendra.
—Puedes estar seguro —dijo Isendra con sequedad—. No para.
—¿Quién eres? —inquirió la muchacha—. ¿Por qué me has traído aquí?
—Soy Valthek, consejero supremo de los Vizjerei y maestro de los clanes de magos del Sagrario de los Yshari.
La chica se mantuvo en silencio durante un largo rato, observándome.
—¿Tú? —preguntó finalmente.
Solté una carcajada. —Dime, muchacha, ¿quién eres y qué te trae hasta aquí? Estoy convencido de que tienes mayores propósitos que el de enviar a mis aprendices a la enfermería.
—Me llamo Li-Ming. Y no soy una muchacha —dijo—. Soy una maga.
—Una afirmación harto atrevida —dije. Me costó ocultar mi divertimento por que la muchacha se arrogase el título de maga, un término reservado para los mayores hechiceros de la historia, del que el común de los mortales hablaba con miedo y los familiarizados con lo arcano mencionaban con pavor.
—Mi afirmación se basa más que en palabras —dijo Li-Ming con tono atrevido.
Alcé mi mano para tranquilizarla. —En ese caso, muéstramelo.
Apenas había terminado de hablar cuando una fuerte ráfaga de viento atravesó mi mesa y barrió todos los papeles, libros, frascos de tinta y otras rarezas allí presentes, haciendo que se amontonasen en el suelo con gran estruendo. Mi expresión permaneció neutra, y la muchacha lo entendió como una invitación a proseguir su demostración. Li-Ming extendió los brazos a ambos lados y sobre las palmas de sus manos hizo aparecer dos pequeñas esferas de llamas idénticas que se elevaron hacia el techo. La explosiva ráfaga de aire caliente hizo que su cabello se proyectase en dirección opuesta a las columnas de fuego, cuyo reflejo titilaba en sus ojos marrones.
Me encogí de hombros. —Trucos de prestidigitador.
La boca de Li-Ming dibujó una mueca de frustración. Cerró sus manos y las llamas desaparecieron, aunque la sensación de calor se mantuvo. Con otro movimiento de su brazo, lazos de llamas incandescentes de color rojo y naranja surgieron y comenzaron a danzar en formas serpentinas en el centro de mi escritorio. Volvió a agitar el brazo, y las hileras de libros abandonaron mis estantes y comenzaron a levitar. Hizo que flotasen en línea a través de la habitación hasta que formaron una espiral alrededor de ella, como si se encontrasen en el interior de un torbellino, para después apilarlos formando un trono. Se sentó sobre él, frente a mí.
Li-Ming arqueó una ceja y yo la respondí con un lento y mesurado aplauso.
—¿Eso es lo mejor que sabes hacer, muchacha? —pregunté. Agité la mano con desprecio; las llamas de mi escritorio se esfumaron y los libros sobre los que se sentaba cayeron al suelo. Li-Ming se levantó de un salto antes de caer con ellos—. La gente temía a los hechiceros a los que llamaban magos. Llevaron al mundo al borde de la destrucción una vez tras otra, y disponían de un poder tan salvaje que la tierra temblaba con cada una de sus maquinaciones. Trataban con los demonios de los Infiernos Abrasadores y firmaban pactos que nos conducían a la ruina. Engañaban a la muerte y rompían el mismísimo tejido de la creación. Lo único que has hecho tú ha sido revolver las pertenencias de un anciano y prender fuego a su escritorio.
—Puedo hacer más —dijo ella a la defensiva—. Algún día seré la maga más poderosa.
—Mi experiencia me dice que uno puede esperar un día durante mucho tiempo y, aun así, sentirse decepcionado cuando llega.
—¿Has oído hablar del milagro del Valle del Río Heron? —preguntó ella.
—He escuchado una historia sobre ese lugar. Algo sobre una sequía y una joven que intentó solucionar las cosas —dije sin mostrar mucho interés—. Creo que la llamaban maga.
—Yo soy esa maga —dijo orgullosa Li-Ming—. Habían pasado meses desde las últimas lluvias; el Río Heron había menguado hasta convertirse en un simple arroyo y los campos estaban secos y marrones. La gente del valle pensó que no había nada que hacer, excepto esperar a que los dioses nos salvasen. Pero yo sabía que podía conseguir lo que los dioses no se dignaban a ofrecer.
—Deberías ser más prudente y no lanzar blasfemias contra los dioses tan a la ligera —dije.
Ella ignoró mi interrupción. —Busqué toda el agua que pude. La saqué de las reservas subterráneas y recogí hasta la última corriente que discurría por la agrietada arcilla del lecho del río. La reuní y la lancé al aire para intentar crear una tormenta. Al principio no pasó nada, y la gente decía que no era más que una tonta agitando los brazos y rezando por que lloviera. Pero yo sabía lo que iba a pasar. Las horas pasaron y el cielo azul se oscureció. Aparecieron unas débiles nubes grises donde antes no había ninguna, se extendieron en el horizonte y crecieron hasta que incluso el sol se ocultó tras ellas. Adquirieron el color de la noche, amenazaban una gran tormenta y sus sombras cubrían todo el valle. Aquellos que antes reían empezaron a creer. El sonido de los truenos resonó en todas direcciones y los destellos de los relámpagos iluminaban las nubes desde su interior. El aire se empapó y sentí la humedad en mi piel mientras la niebla descendía sigilosamente desde las montañas. La niebla se convirtió en llovizna, la llovizna en chubasco y, después, en aguacero. La tierra absorbió toda el agua y el Río Heron volvió a fluir. Eso es lo que puedo hacer.
Isendra se mostró incrédula. —Ninguna cría podría haber hecho eso.
—Que esté más allá de tus posibilidades no quiere decir que lo esté de las mías —dijo Li-Ming a la hechicera, que era dos décadas mayor.
—Yo era tan escéptico como tú —le dije a Isendra—, pero me he enterado de la verdad del asunto y es tal y como ella dice. Aunque se ha dejado en el tintero ciertos detalles.
La sonrisa presente en la boca de Li-Ming desapareció, aunque su barbilla aún se alzaba desafiante.
Proseguí. —Después de que la lluvia fuese y viniese, los meses siguientes fueron testigos de la vuelta de la sequía, y esta fue aún peor que antes. La gente señaló a la maga que había traído la lluvia y la cargó con toda la culpa.
Li-Ming dijo con tono suave.
—Aquellos que me elogiaron exigieron que me marchase. Mis padres estuvieron de acuerdo. Yo solo pretendía ayudar. No sabía lo que iba a suceder.
—La gente no confía en los magos. Temen lo que no comprenden. Cualquier mago entrenado en el Sagrario de los Yshari habría identificado el peligro que conllevarían tus acciones. —Esbocé una sonrisa—. Y aun así, si esos magos hubiesen intentado hacer lo mismo que tú, dudo mucho que hubiesen conseguido ni la mitad de lo que tú lograste.
Li-Ming percibió el cambio en mi actitud. —En ese caso, enséñame.
—Lo he estado pensando, pero ahora que te conozco un poco más, no sé si deberías convertirte en una de nuestras alumnas. Tienes mucho que aprender, aún más que desaprender, y me pregunto si tendrás la voluntad para llegar hasta el final.
—¿Cómo puedes decir eso? Soy más poderosa que cualquiera de tus alumnos. ¡Tráelos aquí y te lo demostraré! Lucharé contra ti si eso es lo que deseas, anciano. No importa. He cruzado mares y desiertos para estudiar aquí, y eso es lo que haré.
—No eres tú quien debe decidirlo. La decisión está en mis manos —dije.
—Deja que la entrene —exclamó Isendra repentinamente.
—¿Qué? —pregunté.
Li-Ming observó con recelo a la hechicera.
—Esta chica tiene algo. Tal y como dices, puede que resulte en vano, pero, al igual que tú, veo su potencial, y quizás llegue un día en que la necesitemos y nos arrepintamos de haberla rechazado —Isendra sonrió—. Y también puede que me vea algo reflejada en ella.
Li-Ming sacudió la cabeza. —No quiero que seas tú. Quiero que me enseñe el anciano.
Isendra frunció el ceño. —Deberías estar agradecida. Yo luché contra los Señores del Infierno mientras tú no eras más que un pensamiento en la imaginación de tus padres. No he hecho todo esto para dar clases de magia a una niña insolente, pero esta es mi oferta.
—Y mi respuesta es no —dijo Li-Ming.
Yo había guardado silencio mientras decidía si dar o no mi beneplácito a semejante colaboración. La habilidad de Isendra era incomparable, estaba casi a mi nivel, y su experiencia podría intrigar a la chica y mantener su atención. Pero tenía mis reparos.
—Silencio, las dos —dije mientras me levantaba—. Los conocimientos de Isendra sobre la magia elemental no tienen nada que envidiar a los míos, y creo que ambas os daréis cuenta de que tenéis mucho en común. No hay mejor profesor para ti. Yo en tu lugar rezaría para que no convenciese a Isendra de que se lo replantease. Será ella, o veremos cómo te marchas de aquí sola. La historia está llena de magos olvidados que nunca llegaron a nada.
Li-Ming se mordió el labio. —¿Mi palabra no cuenta para nada?
—No —respondí—. Ni lo más mínimo.