El verano debía dejar paso a los días más fríos del otoño y el invierno, como siempre había sucedido, pero transcurrió un año y el bochornoso calor se mantuvo en el ambiente, desde las tierras del sur del imperio hasta las Estepas Adustas del norte. Aún transcurrían los primeros años del reinado del emperador Hakan II, y los supersticiosos cuchicheaban sobre el pronóstico de un oscuro presagio que se cerniría sobre su mandato. Incluso en el desierto, el clima no se parecía al de ninguna época pasada. Un implacable calor lo envolvía todo, y las tormentas de arena y los tornados de las dunas segaban el rostro de los ardientes páramos. Los inmensos mares de arena hacían honor a su nombre. Las dunas se desplazaban, creando un paisaje en constante cambio y desenterrando inmensas formaciones rocosas con bordes tan afilados que cortaban hasta los huesos. Parecían monstruosos dientes que emergían de la arena, la cual había cambiado de color amarillo a rojo como si estuviese teñida de sangre. El desierto engulló aldeas enteras, dejando al desnudo cimientos de piedra o un puñado de ladrillos de barro allí donde antes se levantaban casas.
Transcurrió otro año y el verano no dio ninguna señal de terminar. El imperio se marchitaba. Envié un mensaje a Isendra pidiéndole que investigase las causas posibles de semejante clima mientras yo me llevaba a Li-Ming en dirección a Caldeum. Nos adentramos en el corazón del desierto para ver qué podíamos descubrir por nosotros mismos.
Sin embargo, varios meses después del inicio de nuestro periplo, regresamos a casa con más preguntas que respuestas. Li-Ming y yo íbamos montados en camellos cuando vimos aparecer lentamente por el horizonte Lut Bahadur, una de las mayores ciudades de las Tierras Fronterizas donde la habitabilidad era factible, aunque no sencilla. Parecía como si el calor tuviera vida propia. Te impregnaba, se filtraba por debajo de tu piel y acababa con todos los recuerdos que pudieses tener sobre el frío. Yo vestía una ligera toga de algodón con una capucha sobre la cabeza, y me cubría el rostro con una tela que me protegía de las huracanadas tormentas de arena y dejaba mis ojos al descubierto. Por aquel entonces, Li-Ming había crecido hasta convertirse en una joven mujer. Los índices de inocencia infantil se habían esfumado y, en esos momentos, solía mantener una expresión seria que a veces daba paso a una más que ensayada sonrisa de suficiencia. Vestía sus mejores atuendos a pesar del calor y recurría a una pequeña cantidad de magia para mantenerse en condiciones.
—El fin de nuestro viaje se aproxima, Li-Ming y, aun así, no parece que estemos más cerca de desentrañar el misterio de este interminable verano —dije mientras avanzábamos.
—No me lo explico, maestro. Creo que hay algo que está consumiendo el desierto. Parece como si los límites de la realidad se estuviesen debilitando, como cuando observas el horizonte en un sueño —dijo ella.
—Puede que percibas el océano de fuego y roca fundida que yace bajo nuestros pies.
—¿O el sol que amenaza sobre nuestras cabezas? —preguntó exasperada—. Restas importancia a lo que digo, pero estoy convencida de que este clima no tiene una causa natural. Cuando indagué en los archivos de la ciudad…
—Todo un logro, teniendo en cuenta que tienes prohibido abandonar el Sagrario de los Yshari...
Me dirigió una mirada fulminante. —He consultado los registros sobre el clima. Nunca antes había tenido lugar un período de calor tan interminable. El Oasis de Dahlgur podría secarse si esto no acaba pronto.
—Estoy de acuerdo.
—Pero hay algo más —dijo Li-Ming—. El ambiente está impregnado de algo que no he sentido nunca. Debería ser fresco y, sin embargo, no lo es. Los vientos deberían soplar tranquilos y, aun así, no lo hacen.
—¿No crees que quizás estés buscando una explicación donde no la haya? A pesar de todo lo que conocemos sobre este mundo y más allá de las estrellas, puede que esto sea tan natural como una edad de hielo y nieve. No has vivido tanto como yo y los misterios del universo deben parecerte nuevos.
—Si lo crees así, ¿para qué hemos venido, maestro? —preguntó.
En ese momento lancé una risotada. —Ahí me has pillado.
Li-Ming dirigió su mirada hacia la ciudad que se acercaba sigilosamente a nuestro encuentro. —Nuestro mundo alberga una magia grandiosa. Mira las Tierras del Terror. Una tierra destruida por completo, y sin embargo, ¿quién podría afirmar que no comenzara de esta manera? Han pasado casi veinte años desde que los Señores del Infierno pisaran este suelo. Isendra me habló de esa invasión que nunca tuvo lugar. Puede que ahora esté ocurriendo.
—A veces me pregunto si estás tan ansiosa por cumplir con tu sino como por presenciar la ruina de nuestro mundo —dije.
—Es mi destino. Y se presentará más pronto que tarde —respondió ella.
Esa era la idea de Li-Ming, la cual también compartía Isendra. Li-Ming creía que protegería al mundo de una invasión del Infierno como una vez hizo Isendra. Dicha idea provenía de un libro que Li-Ming había leído: una profecía escondida en uno de los tomos de la biblioteca que detallaba las señales que auguraban el retorno de los Señores del Infierno. Isendra había intentado convencerme a menudo de que la profecía era cierta y, pese a conocer el peligro que podría entrañar, permanecí escéptico.
Li-Ming tenía muchos talentos, pero el mayor de ellos era la lectura de la magia. Era una chica perspicaz y encontraba con facilidad la estructura oculta de los hechizos. Una vez le pregunté cómo veía las cosas desde su perspectiva. Ella describió los hilos invisibles de la magia, los giros de las auras de poder arcano alrededor de los magos mientras lanzan sus hechizos y me habló de una imagen remanente, como las manchas verdes y rojas que se ven después de mirar fijamente al sol. Podía oler, saborear, ver y sentir la magia. Así que, si Li-Ming me decía que el interminable verano se debía a alguna mano mortal o algún otro poder superior, me sentía inclinado a creerla, pues también era mi propia opinión. Pero eso me lo guardaba, puesto que, si bien cierto era, me preocupaba lo que pudiese significar.
Caldeum estaba situada sobre una larga y plana llanura que se elevaba por encima del resto del desierto. La llanura acababa en escarpados acantilados y en su base se erigía Lut Bahadur. Sobre las murallas de la ciudad los molinos de viento giraban plácidamente, pero los feroces vendavales habían desgarrado y roto muchos de ellos. En busca de alguna protección contra el sol, se habían instalado toldos de tela descoloridos y hechos jirones entre las vigas de madera que sobresalían de los tejados de barro. Sin embargo, de poco valían, pues en la sombra la tregua era insignificante. Casi todo el mundo había acabado cubriendo sus rostros al igual que yo había hecho, así que no podía ver nada más que las expresiones de sus ojos: ojos repletos de temor o, por lo menos, de total desesperanza.
La ciudad se estaba muriendo.