—No.

Esa única palabra salió como una estela viciada de la mujer que se iba, y Nerissa se quedó sin aliento. Carlotta giró sobre sus talones al llegar a la puerta de entrada.

—No, no deberíamos discutir nada. Tú, tú Sra. Natoli, debes tener en cuenta qué hay en juego. Y si deseas que vuelva mañana, volveré. Pero no discutiremos nada.

Y tras decir eso, se fue.


Nerissa observó acongojada cómo el carruaje se alejaba traqueteando en la noche. ¿Había sido todo en vano? ¿Era esa la última vez que vería a Carlotta, y había sido su fortuna una falsa y cruel ilusión? Nerissa apretó los puños. Una dote para Elizabeth. Era lo único que quería. Si todo lo demás le era arrebatado, al menos aún podría mantener la dignidad sabiendo que le había asegurado una vida de confort y ventajas a su hermana, quien realmente no tenía mucho más que ofrecer que su belleza y ninguna preparación para una vida sin comodidades.

Se quedó mirando a la oscuridad, medio esperando que una dote se le presentara como una aparición milagrosa, y sacudió la cabeza y se reprendió por tales fantasías ridículas. Carlotta se había ido; Ashton se había ido; la partida había terminado; y Elizabeth se vería obligada a casarse con un vulgar plebeyo, y eso aún con suerte. Nerissa reflexionó sobre sus opciones y decidió que otra serie de cartas a los diversos acreedores, rogándoles paciencia, no haría ningún daño, y además no se le ocurría otra cosa en aquel momento. Echó un último vistazo a la penumbra, se dio la vuelta para entrar en la casa y cerró la puerta tras ella.

—¿Maurice? —llamó, y el viejo lacayo apareció desde detrás de una esquina.

—¿Sí, señora?

—Lleva una lámpara a mi estudio. Tengo que escribir unas cartas. —Oyó la acritud en su propia voz y lo lamentó. Maurice era leal hasta el fin, y no debía dejar que su decepción se tornara en resentimiento hacia él—. Gracias, Maurice —añadió, y él agradeció aquella rara amabilidad con un gesto cortés y se fue arrastrando los pies por el vestíbulo.

Nerissa se quedó un momento en la entrada de la casa, sin ganas de ponerse a la tarea de suplicar a los acreedores otra prórroga, y decidió que no había prisa; al fin y al cabo no podría redactar nada hasta que Maurice viniera con la lámpara. Se sentía sulfurada, tensa y cercada, como un animal acorralado por sabuesos. Se preguntó si tal vez si se quedaba quieta, si no se movía, podría posponer de algún modo lo inevitable.

El golpe en la puerta fue tan suave que Nerissa creyó al principio que lo había imaginado. Luego sonó otra vez, más fuerte, más insistente. El corazón le dio un vuelco, y se esforzó por mantener la calma. No había ninguna razón para sospechar que aquello tuviera nada que ver con su pueril fantasía sobre una dote mágica, ni motivo para creer que se trataría de algo mejor que como había sido el retorno de Ashton. Se acercó a la puerta mientras llamaban de nuevo y, prescindiendo del protocolo, decidió abrirla ella misma.

El chico de la puerta apenas aparecía capaz de armar todo aquel jaleo, pero se descubrió ante Nerissa al verla y sacó de su bolsa una carta sellada.

—Buenas noches, señora, una carta para usted. —Tomó la carta que le presentaban y reparó en el intrincado sello marcado en la cera que, junto con un trozo de cinta de seda negra, mantenía cerradas las notas plegadas. Le ofreció una moneda al chico, pero este se echó hacia atrás notablemente—. Disculpe usted, señora, pero no puedo aceptar pagos. Ya me han pagado, ¿no?

Nerissa sonrió ante su sinceridad y le ofreció nuevamente la moneda. El chico levantó los brazos como protegiéndose de ella, y a Nerissa se le desvaneció la sonrisa. —No, señora, por favor. Tengo mis órdenes. —Estaba claramente asustado y se marchó, sin apartar la vista de la moneda como si Nerissa fuera de algún modo a metérsela contra su voluntad. ¿Quién había enviado al crío con unas instrucciones tan disparatadas? Qué cosa tan extraña. Trató de reírse de ello, pero la voz se le atascó en la garganta y no le salía.

Tras cerrar la puerta, examinó el sello. Era un escudo de armas, pero que no le sonaba. ¿Alguien de fuera de Westmarch? ¿Quién podría tener algo que ver con ella?

Un temor le subió desde lo hondo del estómago al ocurrírsele que no tenía ni idea de dónde había estado Ashton todos esos meses, ni forma de saber a quién podría haberle pedido prestado dinero. Tal vez hubiera aún más acreedores, con nombres de familia. Acreedores dispuestos a enviar una carta a una gran distancia para reclamar lo que se les debía…

Frustrada con su imaginación hiperactiva, Nerissa rompió el sello y desató la cinta. Abrió la carta y la leyó, primero con recelo, luego con curiosidad, y luego con las manos temblorosas y la mayor alegría que había sentido en meses.

Una dote. Lo imposible había sucedido. Una dote para Elizabeth. Nerissa bendijo a Carlotta y a cualquiera que fuera el ángel de los Altos Cielos que la había enviado, y llamó a gritos a su hermana.

—¡Elizabeth! ¡Ven aquí enseguida!

Su voz sonaba ajena, indecorosamente fuerte, casi escandalosa en la tranquilidad de la casa. Leyó otra vez la carta, y no podía haber ninguna duda. Era el milagro prometido. Lo había apostado todo y había ganado lo único que de verdad le importaba.

—Nerissa, guapa, ¿qué pasa? —Elizabeth bajó trotando por las escaleras, vestida con su ridículo traje otoñal, con las hojas colgándole y agitándose. Nerissa se fijó en que algunas incluso se le iban cayendo por la prisa con que venía, y soltó una risita al ocurrírsele que Elizabeth perdía sus hojas como un árbol caduco en otoño. Pero se contuvo, un tanto perturbada por la idea, y ofreció a su preocupada hermana su sonrisa más amable y benévola.

—Elizabeth, tenemos muy buenas noticias. Al parecer, el vizconde —miró de nuevo la carta para estar segura del nombre—, el vizconde Delfinus es un pariente lejano nuestro. Por desgracia ha fallecido. —Trató de poner una cara seria, pero apenas merecía la pena esforzarse—. Pero antes de morir, reservó unos fondos para sus parientes más jóvenes que estuvieran sin casar.

Hizo una pausa para dejar que Elizabeth estallara de alegría, pero la chica simplemente se quedó mirándola, esperando a que se explicara.

—Una dote, Elizabeth. Te han concedido una dote. Y bien generosa, por cierto.

Elizabeth chilló y aplaudió como una niña entusiasmada, dando saltos de júbilo. Por una vez, a Nerissa no le pareció apropiado intentar contener el arrebato de su hermana. Sus meses de ir arañando aquí y allá, de ahorrar y suplicar, habían dado al fin sus frutos. Elizabeth iba a casarse, y toda la alta sociedad de Westmarch vería a Nerissa Natoli andar de nuevo con la cabeza alta.

—¡Una dote! Me casaré como es debido, con un caballero. —Elizabeth se puso a dar volteretas, en medio de un intenso crujir de hojas. Nerissa dominó su impulso de regañar a la chica; al fin y al cabo, aquel era un momento de triunfo. Que la niña botara y revoloteara cuanto quisiera.

—¡Maurice! —Elizabeth soltó un chillido intenso. Nerissa se estremeció por la fuerza con que gritó su hermana, pero, antes de que pudiera decir nada, la chica le había cogido las manos y cotorreaba sin parar, con el rostro irradiando felicidad.

—¿Será también un soldado? Dicen que el capitán Donne busca esposa, y es un caballero muy apuesto. ¿O un cortesano, quizás? Raymond Haston se pasó media noche bailando conmigo en la última velada de la Sra. Whittington, y creo que le gusto. Y Celeste dice que varios caballeros de Entsteig van a cruzar el golfo para venir al baile de la Sra. Lancaster, y seguro que alguno adecuado habrá entre ellos…

Nerissa asentía vagamente a toda la cháchara de la chica. Ya habría tiempo para elegir un marido muy pronto, y sonrió por encima del hombro de Elizabeth a Maurice, que venía cojeando lo más rápido que podía, con cara de preocupación y llevando la lámpara en una mano.

—¡Oh, tengo que contárselo a Maurice ahora mismo! Tengo que… ¡Maurice! —Elizabeth se separó de Nerissa con tanta fuerza que casi chocó con el viejo criado, quien extendió la mano para frenar a la chica. Elizabeth tropezó al enredársele el pie en el enmarañado dobladillo de su vestido, e hizo un ademán desesperado de agarrar el brazo del hombre. Se aferró a él, haciéndole perder el equilibrio, y la lámpara se estrelló contra el suelo de piedra, extendiendo un charco de aceite llameante entre ellos.

Nerissa gritó y luego se recompuso. Elizabeth y Maurice se apartaron con cuidado del charco ardiente y se quedaron pendientes de ella como niños asustados. Intentó pensar, pero, por un largo instante, las llamas danzantes la tenían hipnotizada. Entonces le espetó a Maurice: —Una escoba. Trae una escoba y apaga el fuego a golpes. —El viejo se alejó renqueando y Nerissa miró alrededor para ver si había algo inflamable cerca del aceite ardiendo. Devolvió su atención a Elizabeth, que temblaba presa de la excitación y el miedo, y Nerissa se obligó a esbozar una sonrisa—. No pasa nada, Elizabeth. Todo va a salir…

Calló cuando sus ojos siguieron la voluta de humo hasta el dobladillo del traje de Elizabeth. Una de las hojas de pergamino ardía levemente y, ante la mirada de Nerissa, estalló en una pequeña y brillante llama fluctuante. El fuego se extendió rápidamente por la hoja de pergamino y saltó a otra, y, antes de que Nerissa pudiera salir de su trance, eran media docena las que estaban prendidas. Ahora gritó de verdad y rodeó a toda prisa el charco de llamas mientras Elizabeth miraba hacia abajo y descubría el fuego por sí misma. Antes de que Nerissa llegara hasta ella, la chica aulló de puro terror y se alejó disparada del aceite ardiente, con lo que avivó las llamas, que se convirtieron en un incendio que cubría la mitad del vestido. Nerissa fue tras ella, pero Elizabeth estaba dominada por el pánico, corriendo por el pasillo por delante de su hermana y chillando como una posesa. Nerissa la alcanzó al fin y la sujetó, con el calor abofeteándole la cara y Elizabeth forcejeando violentamente para liberarse. Nerissa daba palmadas al fuego, pero este no hacía sino crecer, con chispas arremolinándose a su alrededor. Elizabeth gritó de dolor cuando le brotaron llamas en el pelo, y se zafó de Nerissa, quien agarró el traje y tiró con todas sus fuerzas. Las viejas costuras se desgarraron, y el traje se despegó de Elizabeth, que se desplomó en el suelo. Nerissa saltó hacia ella, apagándole las llamas del pelo a golpes, mareada por el olor de carne quemada.


Nerissa había enviado inmediatamente a Maurice a por los curanderos, y, para su gratitud eterna, no solo habían venido, sino que lo habían hecho enseguida. Estuvieron trabajando en Elizabeth durante horas, y le habían salvado la vida, pero no su belleza. Su rostro estaba desfigurado por ronchas rochas y pegajosas, que los curanderos le dijeron que acabarían dejándole cicatrices. Su pelo había quedado trasquilado, con el cuero cabelludo medio cubierto de llagas húmedas y carne chamuscada. Había perdido uno de los ojos, con la ceja hundiéndosele de forma grotesca sobre la cuenca vacía. Lo que quedaba de sus labios estaba retorcido en una mueca burlona y angustiada.

Nerissa la había estado velando hasta el amanecer, cuando los ungüentos y las pócimas medicinales permitieron al fin a Elizabeth caer en un sueño inquieto, y había estado pensando en su error. Había tomado a la anciana demasiado a la ligera, eso era evidente. Pero, más que eso, Carlotta había anulado todo cuando Nerissa había intentado conseguir. La dote había sido tanto para ella como para Elizabeth, comprendió, y los dientes le rechinaron con frustración. Si solo se tratara de ella, no volvería a ver nunca más a esa mujer horrible. Se retiraría a una pobreza gentil a lamerse las heridas, pero no soportaba lo que le había sucedido a Elizabeth. Carlotta había usado sus deseos contra ella, y Elizabeth había sufrido terriblemente por ello, y seguiría sufriendo por el resto de su espantosa vida a menos que Nerissa pudiera deshacer de alguna manera lo acontecido.

Dos veces había jugado por la riqueza que ansiaba con desespero, y dos veces les había ocurrido algo terrible a sus allegados. La vieja bruja no iba a engañarla una tercera vez. Le sobrevino una certeza fría y amarga, y supo qué tenía que hacer. Esa noche, Nerissa estaría preparada. Esa noche, subiría la apuesta. Y aun así, esa noche no importaría si ganaba o perdía.


Maurice se asomó entre las pesadas cortinas de la sala y contempló la calle ahí abajo como un halcón anciano. Se culpaba por lo que le había pasado a Elizabeth, y aunque Nerissa había hecho todo lo posible por tranquilizarlo, esta no podía contarle la verdad sobre el horrible accidente. Así que desempeñaba su nuevo cargo como un soldado en el campo de batalla, y observaba la calle para ver llegar el carruaje que ambos esperaban. Si le resultaba extraño que Nerissa recibiera invitados y jugara a cartas justo después de dos tragedias, no lo dijo.

Nerissa se obligó a no servirse otra copa de vino y meditó, una vez más, sobre la inminente llegada de Carlotta. Se le ocurrió que no tenía por qué jugar otra partida con aquella criatura vieja. Podía no dejarla entrar. Pero eso, claro, no sería necesario; sabía que Carlotta solo vendría si Nerissa lo deseaba. Y sabía que Carlotta vendría sin falta si eso era lo que Nerissa deseaba.

Oyó un reloj lejano anunciando la hora en la ciudad y se estremeció. Se preguntó de qué madriguera decrépita habría salido la mujer, y se le ocurrió que lo que había sucedido cuando ganó a las cartas no sería probablemente nada comparado con lo que pasaría si perdía. La asaltaron historias susurradas de corazones sanguinolentos y aún palpitantes arrancados de los pechos de las víctimas, pero se sacudió esas imágenes truculentas; Carlotta pronto estaría aquí, y Nerissa necesitaba estar centrada. La vieja era alguna especie de demonio al que se podía hacer venir con solo pronunciar su nombre. Nerissa articuló en silencio las sílabas, imaginando que estaba invocando a un espíritu vil y repugnante de un abismo purulento.

—Señora —dijo Maurice con voz ronca—, ahí está.

A una carta

Joyero

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