El niño ciego permaneció en silencio durante días después de que Zhota hubiese purificado a los viajeros asesinados y hubiese retomado su viaje, ignorando las preguntas del monje sobre qué había sucedido con la caravana. Había comenzado a pensar que el niño también era mudo, hasta que una noche murmuró "madre" entre sueños.

El joven había intentado huir en varias ocasiones, lo que había obligado a Zhota a quitarse uno de sus fajines y atar las manos del muchacho con él, utilizando la prenda como correa. En un principio, la decisión de llevarlo con él no había sido fácil. Su mera visión provocaba aprensión a Zhota. Durante un tiempo el monje estuvo especulando con la idea de que fuese un demonio disfrazado de niño, pero ese pensamiento lo abandonó pronto. Nada es lo que parece en el Gorgorra.

TEl muchacho era muy extraño, eso es cierto, pero Zhota no había percibido nada demoníaco en su interior. Era consciente de su entorno de un modo en que solo podía serlo aquel que jamás había confiado en sus ojos. Aun así, el chico se tropezaba constantemente con rocas musgosas o raíces, lo que ralentizaba el paso de Zhota al nivel de un caracol.

Y para más inri, el muchacho tenía la energía de un perro a punto de morir. No podía caminar más de medio kilómetro sin tener que parar para recobrar el aliento. Siempre que el sonido de algún pájaro u otro animal resonaba en los bosques de alrededor se dirigía hacia ellos, extasiado con la curiosidad de un niño. Zhota pensó en abandonar al muchacho, pero el monje tenía la esperanza de descubrir qué había atacado a la caravana.

Sin embargo, el niño seguía instalado en su obstinado silencio. Si el pequeño quería jugar, pensó Zhota, el monje también jugaría.

—Más rápido, niño demonio —dijo Zhota mientras tiraba de la correa del chico.

—Ten cuidado aquí, niño demonio —dijo mientras conducía al joven sobre un lecho de rocas.

Estuvo picando al muchacho durante todo el día, observando cómo la piel del niño se volvía roja por la ira. El joven terminó por estallar, tirando de la correa de Zhota. —¡No soy un demonio!

—Así que puedes hablar…

El niño se encogió, derrotado, y agachó la cabeza.

—Dime cómo te llamas, muchacho. Estoy aquí para ayudarte.

—Mentiroso. Me engañaste. Tocaste mal la canción.

—¿Que te engañé? A lo mejor debería haberte dejado allí. ¿Cuánto tiempo crees que puede durar un niño ciego en el Gorgorra? —De repente, Zhota recordó la flauta que había guardado en su fajín.

Sacó el instrumento y se lo ofreció al niño. —Supongo que esto es tuyo.

El muchacho buscó a tientas hasta que dio con la flauta, y la abrazó contra su pecho. Lágrimas de sangre comenzaron a brotar de sus ojos, y las finas hileras rojas que dejaban parecían los cortes que alguien le hubiera hecho con una fina hoja.

—Madre —susurró el niño—... Me prometió que me llamaría con nuestra canción. Cuando escuché la música me di cuenta de que la estaba tocando mal... Pensaba que la había olvidado —El chico dirigió sus ojos impedidos hacia Zhota como si pudiese verlo de verdad, arrugando su rostro por la rabia—. ¿Qué le has hecho?

—Si tu madre estaba en el campamento, ahora está con los dioses —dijo Zhota mientras recordaba a la mujer decapitada en la hoguera. No vio ninguna razón para suavizar la verdad con falsas esperanzas —. Ella y el resto encontraron su destino mucho antes de que me cruzara con ellos.

—Eso es lo que me dijeron los dioses —afirmó el muchacho—, pero no quería creerlo.

—Fuese lo que fuese lo que acabó con ellos, ya no está aquí. Ya no te molestará más.

—No —respondió el chico—. El demonio que nos atacó aún está ahí fuera. La gente del campamento me escondió en el árbol y después soltaron a las bestias para engañarlo, pero cuando descubra que no estoy con ellos, vendrá otra vez a por mí. Mi madre me dijo que no dejará de perseguirnos hasta que ambos estemos muertos.

—Aquí los demonios matan de manera indiscriminada. No persiguen a viajeros sin descanso. Ahora, dime cómo te llamas y de dónde vienes. ¿Tienes algún familiar en el Gorgorra?

—No me crees —dijo el niño. El chico ignoró el resto de preguntas de Zhota.

Aquella noche, después de que Zhota instalase el campamento, el chico se acurrucó al calor de la hoguera, con la flauta entre sus brazos. La tozudez del muchacho era exasperante, pero el monje tenía que preguntarse por qué los dioses habían hecho que sus caminos se cruzasen si no era para que cuidase de él. Estaba indefenso… solo... aterrado…

—Los plebeyos con los que te encuentres intentarán desviarte del sendero de tu deber con sus lágrimas y preocupaciones. Debes ser más sabio que ellos. No puedes desviarte —le había avisado Akyev.

A Zhota no le quedaba más remedio que admitirlo: había sabiduría en las palabras de Akyev. Se le había enviado para restaurar el equilibrio en el Gorgorra, no para cuidar a huérfanos. Pero no podía abandonar al chico.

Zhota recorrió con los dedos las lecciones grabadas en su bastón. Su mano se detuvo en un profundo agujero cerca del centro del bastón. Esa muesca era algo que estéticamente no cuadraba con el resto de bellas inscripciones que había grabado, pero Akyev había prohibido a Zhota repararla, puesto que habría olvidado su significado.

—Tu arma tiene la fuerza de tu espíritu —le había dicho Akyev el día en que su bastón fue labrado. Los monjes se esforzaban por convertir sus cuerpos y sus mentes en instrumentos de justicia divina. Las espadas, bastones y el resto de herramientas de batalla eran en realidad innecesarios. Sin embargo, la orden otorgaba un gran valor al entrenamiento con todo tipo de armamento para fortalecer su habilidad marcial. Para un monje no era extraño empuñar un tipo de arma y utilizarla como una extensión de su espíritu perfectamente equilibrado para concentrar mentalmente sus ataques. Akyev era partidario de dicho método, y había dedicado una gran cantidad de tiempo a impartir su filosofía sobre armamento a Zhota a lo largo de los años.

—El ignorante verá tu bastón como simple madera, algo que se puede quebrar con facilidad —había proseguido Akyev—. Sin embargo, solo se astillará cuando dudes, y mientras camines por el sendero del deber no habrá razón para que eso suceda.

Zhota y su maestro se reunieron en uno de los campos de entrenamiento amurallados del monasterio para entrenar con armas de verdad. Atrás quedaban los días de práctica con espadas romas y bastones huecos.

El joven monje había llegado rebosante de confianza, pero esta se desvaneció por completo cuando Akyev empuñó su cimitarra. La espada no tenía adorno alguno, pero Zhota era consciente de que no era en absoluto común. El Inquebrantable la había forjado con sus propias manos, plegando el acero sobre sí mismo una y otra vez durante meses. Cada mañana había dedicado rezos a su deidad protectora, Zaim, dios de las montañas, para que imbuyese a la espada con una fuerza indómita. Podía cortar rocas y armaduras acorazadas como si fuesen agua.

—El arma es un adorno —había dicho Akyev tras ver el temor que asomaba en el rostro de Zhota —. Los Patriarcas estiman que mi filo no es mejor que tu bastón. ¿Crees que puedes cuestionar su divina sabiduría?

—No —había respondido Zhota, intentando dar la impresión de que realmente creía en lo que decía.

Después de eso, comenzó el entrenamiento. Cuando Akyev propinó el primer golpe, la duda y la incertidumbre se apoderaron de Zhota. No era la espada lo que veía ante él, sino el hombre que la empuñaba: el hombre que siempre era mejor, que nunca se arrugaba ante la tarea que se le asignaba, daba igual lo ardua que esta fuese.

La cimitarra seccionó el bastón Zhota, lo que hizo que acabase de rodillas. Su maestro soltó la espada y rugió con ira. —¡Idiota! Podría haberte matado. Has permitido que tus miedos te guiaran.

Akyev observó con indignación los fajines de color verde, azul y blanco alrededor del cuerpo de Zhota. —Te pareces demasiado a un río... Algunas veces en calma y tranquilo, otras veces turbulento.

Los colores del atuendo de Zhota representaban a Ymil, dios de los ríos. La deidad estaba asociada con la emoción, la intuición y las propiedades vigorizantes del agua. Sin embargo, había monjes, sobre todo Akyev, que afirmaban que Ymil era caprichoso e indeciso. Debido a que Zhota había elegido a dicho dios como su protector, los Patriarcas le habían asignado a Akyev. Tenían la esperanza de que la rígida conducta del anciano monje aplacara la naturaleza vacilante del joven, y viceversa.

—Nuestras tareas son simples, y nuestras órdenes claras. ¿Por qué las complicas con dudas? —dijo Akyev mientras examinaba el corte en el bastón de Zhota—. Este es el coste de la desobediencia. Esto es lo que sucede cuando te desvías del deber. Y cuando sople el viento de la enfermedad, caerá el árbol que se dobla.

La luna estaba en lo más alto cuando Zhota dejó de revivir el recuerdo de ese día en su mente, con su pulgar ya áspero tras pasarlo por la grieta dentada de su bastón. El chico aún dormía. El mero hecho de mirarlo hacía que Zhota enfureciese. Deseó no haberse encontrado jamás con él.

Él no es importante, se dijo Zhota a sí mismo. El pasado del huérfano y todos los misterios del campamento masacrado no eran más que distracciones. Según la noche iba avanzando, el monje tomó una decisión. Había algunas aldeas al sur de donde se encontraban. Si no habían sido atacadas, podría encontrar a alguien que cuidase al chico.

Y si habían sufrido ataques y no encontrase ningún sitio seguro en tres días, le daría al niño la única opción restante: la paz.

Inquebrantable

Monje

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