Zhota encontró la caravana, masacrada, tres días después.

Contó ocho cadáveres en total, esparcidos en un pequeño claro cubierto por una capa de espinas de pino. Se cubrió la nariz con el fajín que llevaba anudado alrededor de su pecho para hacer frente a ese hedor, y abrió su mente al área circundante en busca de demonios. No descubrió ninguno.

Más de dos docenas de sacos de provisiones yacían esparcidos cerca de una fornida bestia de carga, seccionada a la mitad a la altura de sus inmensos hombros. Había demasiados suministros para un solo animal, incluso para lo tenaces y fuertes que eran las bestias de carga. Cerca de la carretera, Zhota se encontró con tres grupos de huellas procedentes de pezuñas, cada uno en una dirección diferente.

Los cadáveres humanos eran recientes, la caravana no llevaba muerta más de un día. La mayoría de las víctimas llevaban togas de un gris apagado, frecuentes entre aquellos que vivían en el Gorgorra. Sin embargo, había hachas y espadas de factura exquisita junto a los cadáveres, lo cual ponía en tela de juicio sus sencillos atuendos.

Se arrodilló junto a uno de los muertos, un hombre de complexión atlética con las manos características de un herrero: rugosas y con cicatrices. Había gusanos retorciéndose en varias de las heridas presentes en los brazos y el pecho. Daba la impresión de que casi todos los viajeros habían sido torturados antes de ser asesinados.

Un cuerpo en particular llamó el interés de Zhota. A aquella mujer le habían despojado de su ropa y la habían lanzado sobre la ahora ennegrecida hoguera en el centro del campamento, y sus piernas estaban totalmente carbonizadas. A diferencia de las otras víctimas, a esta le faltaba la cabeza. Zhota registró el claro de nuevo, pero no dio con ella.

La carnicería había sido premeditada. Sabía que era algo digno de investigar, pero los Patriarcas no lo habían enviado al Gorgorra para resolver misterios. Solo necesitaba purificar los cadáveres antes de irse.

Zhota examinó algo semi-cubierto por las cenizas de la hoguera y lo desenterró: se trataba de una flauta de madera con inscripciones ornamentales adornada con tachones de latón. Era el juguete de un niño. En ese momento recordó que él llevaba una consigo al monasterio cuando comenzó su entrenamiento. La música siempre había sido tenida en muy alta estima en la orden de los monjes y en todo Ivgorod, pero Akyev no compartía con sus camaradas el amor por las artes. Nada más encontrar la flauta entre las pertenencias de Zhota, la partió a la mitad y la arrojó por un acantilado junto al Monasterio Suspendido.

Zhota quitó el hollín del instrumento y lo colocó entre sus labios. Al tocar la flauta, las notas salieron con una falta de armonía tremenda. Estaban tan vacías y exentas de significado como lo había estado su vida antes de entrar a la orden de los monjes. Se dispuso a dejar de nuevo el juguete en la hoguera, pero acabó quedándose en su mano. Había algo en esa flauta que de manera extraña lo envalentonaba, y con ella casi se sentía en paz. La introdujo en su fajín, y se convenció a sí mismo que sería un recuerdo del muchacho débil e ignorante que una vez fue.

De repente, la densa cubierta forestal en el borde del claro comenzó a crujir a consecuencia de cierto movimiento.

Zhota se irguió a una gran velocidad y se giró hacia el sito del que provenía el sonido. —¡Muéstrate!

Hojas muertas cayeron en cascada al suelo justo más allá del claro. Zhota se estaba introduciendo sigilosamente en la oscuridad del bosque, cuando una pequeña figura se dejó caer desde un enorme abedul y se sumergió en las profundidades del bosque.

Zhota comenzó a perseguirla. El corredor llevaba la misma toga que los viajeros muertos. Por lo que se dejaba ver, era un niño, y bastante torpe. La figura se tropezó con unas raíces y se golpeó contra varios troncos de árboles durante la persecución.

Finalmente, el monje le hizo un placaje y cayó sobre el suelo del bosque. El niño se retorcía para intentar zafarse, y comenzó a sollozar. Cuando Zhota le quitó la capucha, observó una abominación que le provocó escalofríos.

Era un muchacho de no más de diez años. Su cabello, largo y casi translúcido, se extendía por el frío suelo, enmarcando un rostro fino y tímido. Su piel era del color de los huesos descoloridos por el sol. Y sus ojos…

Sus ojos eran totalmente blancos, y de ellos brotaban lágrimas de sangre.

Inquebrantable

Monje

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