Meses más tarde, a altas horas de la noche, mi puerta chirrió al abrirse y Li-Ming entró. No tenía la costumbre de tocar, una peculiaridad de su carácter que aprendí a aceptar. Sin embargo, sus visitas habían sido escasas últimamente. Esta particular ocasión parecía que algo acababa de despertar a Li-Ming. Su toga, por lo general impecable, estaba algo arrugada y fuera de lugar; como si se la hubiera puesto con prisas. El devenir de sus ojos indicaba que algo la perturbaba.

—¿Lo percibe? —Preguntó.

—No, nada.

—Alguien lanzó un poderoso hechizo en el este, cerca de aquí. Tenemos que investigar, —dijo Li-Ming. —Algo sucedió.

—Podemos ir por la mañana, —dije.

—¿Acaso necesitas tantas horas de descanso, anciano? —Dijo con irritación, pero luego se puso seria. —Fue Isendra, maestro.

Guardé silencio pues no confiaba en mis palabras, pero accedí.

Dejamos el Cenobio Yshari y partimos hacia Lut Bahadur. Debía ser invierno, el tercero desde que comenzó aquel verano interminable, pero el aire nocturno era tan seco y caliente como si se tratara del medio día. El único y muy pequeño consuelo era la ausencia del sol. Sentía como si estuviera de pie junto al horno de un soplador de vidrio. Sudor escurría por mi cuerpo y mi toga se adhería a mi piel.

Li-Ming no dijo nada durante el trayecto.

Lut Bahadur se encontraba en silencio cuando llegamos. A diferencia del viento que soplaba aún ahora, lanzando arena y polvo por todo el desierto, no había sonido alguno, salvo las pieles y la ropa que se agitaban en los tendederos contiguos a cada choza. Las calles estaban vacías, mas las lámparas ardían aún. Sin embargo, otra cosa se adueñó de mis pensamientos.

El aire estaba frío.

Un escalofrío cruzó mis hombros y descendió por mis brazos cuando entramos al pueblo. El viento helado pasó sobre mí. No había sentido tal cosa por tanto tiempo que, en un principio, mi cuerpo lo rechazó. Sentí mis músculos relajarse poco a poco, como si la tensión provocada por el calor interminable pudiera disiparse con la suave caricia de la brisa.

Li-Ming invocó esferas de luz que lanzó a recorrer el pueblo. Conforme se alejaban, su titilante incandescencia iluminaba el suelo y los costados de los edificios que pasaban de largo. Eso era nuevo, no había visto ese hechizo antes.

—¿Qué es eso? —Pregunté.

Li-Ming ignoró la pregunta. —¿Siente el aire?

—Está frío, —dije.

—No, eso no, —respondió—, electricidad. Nunca la había sentido con tal fuerza, así que no estaba segura si se trataba de un hechizo o algo completamente distinto. —Ella guardó silencio y lo único que percibí fue la preocupación que manaba de mi estudiante.

—La seguí mientras avanzaba por los curvos caminos, dando vuelta de cuando en cuando. Aunque era tarde, estaba demasiado tranquilo para tratarse de un pueblo dormido. Los toldos de tela se agitaban en silencio mientras el viento amaninaba. El sonido ausente, salvo por nuestros pasos en la tierra dura. Incluso podía escuchar los latidos de mi ansioso corazón. Li-Ming y yo caminamos por las calles abandonadas hasta que ella decidió aproximarse a la puerta de una casa y la abrió de un empujón.

—¿Qué haces? —Siseé mientras cruzaba el umbral detrás de ella, perfectamente consciente del crujir de mis botas sobre la tierra.

Abrí la boca para sermonearla y extendí una mano para agarrarla del hombro, pero las palabras murieron con mi aliento y me congelé a media acción. Dentro de la casa parecía como si el tiempo se hubiese detenido. Un hombre, una mujer y un niño estaban sentados alrededor de una mesa grande, pero hicieron caso omiso de nuestra intrusión. Se encontraban tan fríos e inmóviles como estatuas. Los labios de la mujer se apreciaban entreabiertos con una palabra a medio decir que pendía en el aire; para jamás ser escuchada. A su lado, el hombre se había vuelto para mirar al niño, quien tenía un brazo estirado sobre la mesa. La comida parecía haber sido cocinada y servida de manera reciente, pero no irradiaba calor. Era como si la luz de la luna hubiese absorbido todo el color y la vida de la escena frente a mis ojos.

—¿Qué pasó aquí? —Susurré.

—No estoy segura, —respondió Li-Ming mientras recorría la habitación. Sus ojos veían sin ver mientras seguían el tejido invisible de energías arcanas que yo no podía notar. —La forma del hechizo se disipa con el tiempo. Es algo similar a intentar determinar el tamaño de una tormenta con lo que deja a su paso: charcos en el suelo y nubes en el aire.

Salí de la casa, no quería ver más. Aguardé a que Li-Ming dejara el recinto, cosa que hizo minutos más tarde.

—Ella trató de absorber el calor del aire para hacerlo fresco, mas perdió el control del hechizo. El frío se abrió paso y el aire se congeló.

—¿Ella? —Pregunté aunque conocía la respuesta.

—Isendra. Reconozco el patrón de su magia, así como conozco el suyo, maestro. Existen pocos magos capaces de intentar de lanzar este hechizo en particular.

—¿Cómo sucedió?

—No era lo suficientemente fuerte. Quizá funcionó al principio, pero cuando se tornó demasiado poderoso para ella, la estructura de su hechizo se debilitó y se deshizo. —La voz de Li-Ming se quebró. —Esto es mi culpa.

—Isendra puede necesitar ayuda, —dije—, vale más que la busquemos.

Li-Ming envió sus esferas flotantes de luz para ayudarnos en nuestra búsqueda, pero en todas las casas era lo mismo. Los habitantes estaban congelados como si hubiéramos entrado a una extraña galería de estatuas, un cementerio silencioso. No había rastro de Isendra.

La encontramos una hora más tarde. La casa tenía la misma apariencia que las demás, pero Li-Ming estaba segura. Se detuvo por un momento antes de abrir la puerta. Yo la seguí.

El interior era distinto. Mientras las otras se encontraban en perturbadora calma, era claro que aquí hubo una lucha violenta. Negras quemaduras adornaban las paredes, donde los ladrillos de barro habían sido lamidos por fuego. Las mesas, sillas y otros muebles estaban chamuscados y desperdigados. El aroma a ceniza era denso. Pude percibir algo, pero no era la evidencia de magia como la percibía Li-Ming. Era una reacción primitiva e instintiva que provocó que los vellos de mis brazos se erizaran. Luego vi lo que temía, Isendra. Su cuerpo yacía en el suelo cual muñeco lanzado con descuido. Sangre manaba de heridas en sus brazos y su estómago, extendiéndose por el suelo de madera. Su piel estaba ennegrecida en ciertas partes y su cabeza torcida de manera antinatural hacia un costado. Sus ojos miraban vacuamente las tablas del suelo.

Li-Ming corrió hasta Isendra y se arrodilló junto a ella. Con lágrimas surcando sus mejillas, tomó el cuerpo sin vida de la hechicera entre sus brazos.

—¿Qué ocurrió aquí, maestro? —Preguntó.

Sacudí la cabeza. Permanecimos en silencio y en profundo dolor hasta que Li-Ming soltó con delicadeza el cadáver de Isendra y se incorporó.

—No todo este fuego fue creado con magia —dijo Li-Ming—, esto es algo más nuevo. La magia del hechizo de Isendra ya está desapareciendo; esto sucedió después.

—Cuando un hechicero pierde el control de un hechizo, los resultados pueden ser caóticos. Lo he visto infinidad de veces.

—No fue magia lo que causó su muerte, maestro. —Dijo Li-Ming.

—Quizá no, pero su magia condujo a esto. El pueblo ha sido destruido y ella está muerta. ¿A quién protegió? ¿A quién salvó? ¡Respóndeme! —Mi voz sonaba con fuerza entre el silencio antinatural.

—Está ciego —dijo Li-Ming con rabia—, Isendra intentó ayudarles. Eso es mejor que cualquier cosa que usted ha hecho. No pienso quedarme de brazos cruzados mientras la gente sufre; no más. Así como tampoco pienso hacerlo cuando llegue el momento en que el mundo necesite de mi ayuda.

—¿Pagará la gente con sus vidas por tu fracaso como este pueblo pagó por el de Isendra? ¿Sacrificarás inocentes por tus ideas de heroísmo? —Pregunté.

—No, —respondió ella con suavidad.

Por un momento mi brillante estudiante parecía ser aún una niña pequeña. Miré con tristeza el cuerpo de mi amiga caída —quién tenía una apariencia distinta en muerte— y no dije más.

Cuando llegó el momento de partir, Li-Ming prendió fuego a la casa con un hechizo. Isendra, su otrora maestra, se encontraba en el suelo descansando pacíficamente. Sus ojos estaban cerrados; su deber concluido. Conforme creció el fuego y las llamas aumentaron, agua perló su rostro y escurrió como si fueran lágrimas. Conduje a Li-Ming lejos de la casa, sosteniéndola del brazo.

La mirada de mi estudiante se cruzó con la mía. El dolor y la furia permanecían, pero lo más notorio fue una adusta determinación. —Yo no fallaré.

Cruzamos el pueblo silencioso inmersos en nuestros pensamientos. Saber lo que albergaba cada casa, oculto de toda mirada, me inquietaba. Miré hacia Lut Bahadur mientras nos alejábamos. Los estrechos caminos accidentados iluminados por la luz de mil linternas titilantes que se internaban en la noche como un enjambre de luciérnagas.

Luciérnaga

Arcanista

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