La guerra comenzó al amanecer, como era costumbre.

Benu y otros diez santeros del Clan de las Siete Rocas se internaron en el corazón del Teganze, veloces y silenciosos cual panteras. Sólo el tenue traqueteo de los amuletos de hueso y hierro que pendían de sus máscaras tribales anunciaban su presencia. Sus cuerpos pintados con rayas blancas, amarillas y rojas —decorados con brillantes plumas de bokai— armonizaban con la vibrante jungla que les rodeaba.

La bóveda esmeralda pronto se tornó gruesa, dejando la maleza en penumbra perpetua. Benu se encontraba atento a todo sonido en busca de trazas de movimiento… cualquier cosa que pudiera revelar a su presa humana.

Había llegado el Igani Bawe, la Cosecha de Almas.

Era la primera guerra ritual de Benu y su corazón golpeaba como tambor a causa de la expectativa. En otra parte de la selva, quizá cerca de ahí, los santeros de las tribus de las Cinco Colinas y del Valle Nublado cazaban también. Sus sumos sacerdotes los llamaron a la acción, tal como ocurrió con Benu y sus compatriotas.

El grupo de guerra de las Siete Rocas se detuvo para descansar cerca de la frontera con las Cinco Colinas. Dos de los santeros se deslizaron entre los árboles en busca del rastro de sus enemigos.

—¿Tiemblas por la batalla que se avecina? —Susurró Ungate, el mayor de Benu. Un cuerno de marfil coronado con plumaje violeta se extendía desde la punta de su temible máscara de madera.

—No, —respondió Benu.

—Muéstrame tu mano.

Benu respiró para calmar sus nervios antes de obedecer. Se alegró al ver que su mano permanecía inmóvil.

—¿Temes a la batalla que se avecina? —Ungate se acercó un poco más, bajando la voz.

—Todos los hombres temen, así es este mundo de sombra. Mi mano permanece inmóvil porque conozco tal verdad. Si intentara ocultarme de ella, dicha emoción me controlaría. —Respondió el joven santero.

Ungate apretó ligeramente el hombro de Benu a modo de aprobación y el joven suspiró aliviado. No tenía miedo, pero sentía ansias. Había deseado que llegara este día durante todos sus años de entrenamiento. No existía mayor honor que luchar en el Igani. Era gracias a esta ceremonia ancestral que su gente y su fe perduraban por generaciones. Para la puesta del sol, cuando terminase la cacería, Benu regresaría triunfal a casa o moriría a manos de una de las tribus rivales.

Ambos desenlaces eran honorables a su manera. Si capturaba tributos, recibiría las alabanzas y la admiración de su gente. Si era tomado prisionero, su espíritu sería liberado de este mundo de sombras y transportado a la realidad verdadera conocida como Mbwiru Eikura, la Tierra Inconclusa.

Tal era su destino como santero, guardián del patrimonio umbaru y enlace viviente entre este mundo y el siguiente. Siempre había sido así para aquellos de su condición y así sería siempre.

—Vivir es sacrificar. —Alzó la cabeza y su pecho se llenó de orgullo.

Ungante finalizó el antiguo dicho umbaru. —Sacrificar es vivir.

Un explorador salió de la jungla circundante y empleó señas para comunicar lo que había visto: un santero de las Cinco Colinas; solo.

Los guerreros se movilizaron de inmediato. Avanzaron por la maleza, adoptando una formación semicircular. La jungla se hizo escasa y emergieron en una zona conocida como las Colinas de la Niebla. Poco después hallaron al hombre oculto entre las nubes bajas: un viejo santero cuya máscara tribal se encontraba tan marcada y curtida como su piel.

Ungate se arrodilló para extraer de su cinto una cerbatana tan larga como su antebrazo, la cual colocó en la abertura de su máscara, y disparó un dardo cubierto con el veneno de los sapos uapa. La pequeña saeta se clavó en la espalda del hombre antes de que éste se diera cuenta de que le encontraron. La parálisis fue presta y el anciano cayó de rodillas casi de inmediato, pero la sustancia no hacía más. El propósito era herir y capturar. Dar muerte al adversario en esta etapa del Igani constituía un tabú deplorable.

Superado en número y claramente derrotado, el santero enemigo se rindió tal como dictaba la costumbre.

—Siete Rocas… —dijo—, se han internado bastante en mis tierras.

—Para hallar un tributo digno, —respondió Ungate. —Eres el gran Zuwadza, ¿sí?

—En efecto. —El viejo inclinó la cabeza.

Benu observó la escena en la distancia, analizando los movimientos de sus compatriotas más experimentados. Él había estudiado las reglas de combate a conciencia, pero verlas desarrollarse ante sus ojos lo llenó con un sentimiento de término, algo que culminaba todo lo aprendido y que creía correcto.

—Eres mejor guerrero que yo. —Ungate avanzó y abrazó a Zuwadza. —Aquí somos enemigos, pero en la Mbwiru Eikura somos hermanos por la eternidad. Aguardo mi oportunidad de encontrarte allí.

Los efectos del veneno comenzaron a disiparse y Zuwadza se incorporó. Benu inclinó la cabeza como señal de respeto cuando el anciano se aproximó. El joven santero lo envidiaba. Esta noche los sumos sacerdotes pondrían fin al sufrimiento de Zuwadza. Su sangre y sus órganos serían ofrecidos a los espíritus de la Tierra Inconclusa, no sólo con la finalidad de alimentar ese reino para quienes llegarían después, sino para fortalecer también a este mundo. Los cultivos, el cambio de estaciones y las vidas mismas de los umbaru dependían de su sacrificio. Benu lo consideraba un héroe.

El grupo de guerra se encaminó de vuelta al hogar. Zuwadza llevaba con dignidad el Te Wok Nu’cha, la marcha final. Tenía la cabeza en alto y se encontraba en paz con el destino que le aguardaba.

—¡Suéltenlo! —Una voz rasgó la neblina justo cuando Benu y sus compatriotas llegaron al borde de la jungla. Todos, incluido Zuwadza, se volvieron confundidos en busca del individuo que habló.

—Déjenlo y márchense. No hay razón para poner fin a su vida, él aún tiene mucho qué enseñar. —Un santero surgió de entre las neblina, adornado con pintura, plumas y máscara como los demás participantes del Igani. Por las marcas inscritas en su cuerpo, Benu supo que era miembro de las Cinco Colinas.

—Les pertenezco según dicta la ley, —dijo Zuwadza. Su tono indicaba poca sorpresa ante el desarrollo de los acontecimientos. —Sólo actúan de acuerdo con lo que se les ha enseñado.

—Los espíritus no desean su vida, maestro. —Respondió el otro santero de las Cinco Colinas.

Ungate apuntó su daga ceremonial en dirección al rival. —Cometes un error al interrumpir el Te Wok Nu’cha.

—Eso te dicen los sumos sacerdotes, pero son ellos quienes ordenan las guerras, no los espíritus. La vida en este reino no debe desperdiciarse así, no hay necesidad de tal sacrificio… de este Igani. La lucha ritual no es más que una herramienta de miedo y control.

Los compatriotas de Benu sisearon con desaprobación y él mismo se llenó de rabia. Nunca había sabido de nadie que desafiara las leyes sagradas del Igani. Quedaba claro que este hombre estaba poseído por la locura.

—¡Lárgate! —Rugió Ungate.

—El joven santero de las Cinco Colinas ignoró sus palabras y avanzó con los brazos extendidos y las palmas abiertas. —Les ofrezco vida a todos ustedes. Regresen a su aldea y pregunten a los sumos sacerdotes qué han visto realmente en la Tierra Inconclusa; qué han dicho los espíritus. Mi único deseo es salvar la vida de mi maestro.

Hirviendo de ira, Benu desenvainó su daga y cargó contra el hereje. El enemigo extendió velozmente la mano y una voluta de energía verde azulada surgió de su palma. La bien colocada descarga espiritual rebotó en el hombro de Benu con la fuerza suficiente para derribarle y dejarle aturdido.

—Liberen a mi maestro, eso es lo único que pido. —Suplicó el hombre.

Ungate y sus aliados atacaron al unísono. Con los ojos llenos de remordimiento, el intruso de las Cinco Colinas hizo un violento ademán descendente con la mano y gritó una maldición mortífera; prohibida en el Igani. Los guerreros de las Siete Rocas cayeron de rodillas y se agarraron la garganta. Espuma morada brotó con violencia de sus bocas y, segundos más tarde, todos se encontraban sin vida en el suelo.

—Eres joven —el hereje se alzaba imponente sobre él—, la verdad será más fácil para ti.

Benu buscó su daga, pero el otro santero la pateó lejos. En la distancia se escuchaban voces entre la niebla, gritos y llamados. Sin duda la lucha llamó su atención.

—Mi gente… —dijo el santero enemigo. —Si te encuentran serás sacrificado.

—¡Una muerte de la cual enorgullecerse! —Gritó Benu. Sus ojos se llenaron de lágrimas ante la masacre que acababa de presenciar; las deshonrosas muertes de sus compatriotas. —¡Algo de lo que tú no sabes nada!

—No, apenas y has probado la vida. No ves sus bendiciones. Estás ciego.

Las últimas palabras repiquetearon en los oídos de Benu, una maldición. Su vista se tornó oscura y éste se agitó de manera salvaje.

—Sigues las órdenes de los sumos sacerdotes al pie de la letra. Te inclinas ante el miedo.

Otra maldición se apoderó de Benu. Sus miedos más profundos salieron de su alma, inundándole de terror incontrolable. Aunque ciego, sentía el movimiento de su cuerpo, la carrera a través de la jungla, y parecía saber exactamente donde pisar. La voz del hereje, el hombre que había profanado el primer Igani de Benu, le susurró durante todo el camino; cual fantasma flotando a su lado.

Corre de vuelta a casa, mira en sitios ocultos, formula preguntas sin responder y busca la verdad.

En el Umbral de la Duda

Santero

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