El viejo y su hijo se incorporaron trabajosamente, adormilados aún.

—¿Qué ocurre? —Preguntó el padre.

Zhota alzó la mano para indicar silencio y se aproximó lentamente a la oscuridad, un abismo negro carente de movimiento y forma, cargado con la presencia de lo que ahora reconocía como esbirros de los dioses del caos. Aunque no podía verlos, estaban tan cerca que el monje sentía que era posible tocarles con tan sólo estirar el brazo. Se encontraban en todo lo que le rodeaba, la tierra, el agua y los árboles.

En los árboles.

Cuando Zhota cayó en la cuenta de esto, el suelo se movió bajo sus pies. Gran cantidad de raíces de árbol surgieron con violencia, regando tierra por doquier y lanzándolo por los aires. El monje rodó para amortiguar la caída, terminando con una rodilla en el suelo al otro extremo del campamento.

Los árboles que le rodeaban se bambolearon y extendieron sus ramas, crujiendo y gimiendo cual gigantes que despiertan al cabo de eones de sueño. Hubo indicios de movimiento por todo el lugar, destacados en la tenue luz de la hoguera. Diversas raíces se deslizaron por el suelo y comenzaron a atacar ciegamente a Zhota y a los refugiados.

—¡Permanezcan cerca del fuego! —Ordenó Zhota.

Tanto el padre como el hijo se apresuraron a sacar troncos ardientes de la hoguera. Luego, agitaron sus antorchas improvisadas en dirección a las raíces expuestas que se abrieron paso hasta el centro del campamento. Zhota cargó contra un pino cercano, barriendo las raíces que se abalanzaron contra sus pies. El monje descargó un aluvión de ataques contra el tronco, acto que remató incrustando su palma abierta en el mismo. Surgieron grietas alrededor de su mano, las cuales se extendieron en una violenta espiral hacia la parte superior del pino. Zhota retrocedió de un salto mientras el tronco estallaba en un diluvio de yesca. El árbol se desplomó sobre un abedul adyacente.

Pese a que el pino fue destruido, Zhota percibió que el demonio seguía con vida. Sólo parecía haber disminuído el poder de su presencia profana. El monje abrió su mente hacia los árboles que rodeaban el campamento. Todos presentaban corrupción, pero únicamente eran títeres bajo el control de un ente individual.

Sus ojos se posaron sobre el roble ancestral que había permanecido inmóvil y sin vida aparente. De súbito notó que el demonio extendía su influencia desde el interior del tronco gastado.

Como respuesta después de ser descubierto, el tronco del roble se abrió para formar algo que se asemejaba a unas enormes fauces cubiertas de musgo. Emitió un chillido agudo que perforó la noche e hizo flaquear las rodillas de Zhota. Los refugiados se desplomaron, cubriéndose los oídos y lanzando gritos de agonía.

Los otros árboles se detuvieron mientras el demonio concentraba su poder, trayéndolo de vuelta al roble. Las ramas se deslizaron por el campamento hacia Zhota, como multitud de lanzas con puntas afiladas. Éste se hizo a un lado y trazó un arco amplio con su bo, descargando una navaja invisible de aire puro contra las nudosas extremidades.

El roble dejó escapar un alarido de furia y reanudó el asalto con el remanente de sus miembros destrozados. Zhota evitó el embate de las ramas de un salto y aterrizó frente a la base del árbol. El monje clavó el bo en las mandíbulas del árbol con un brutal movimiento y se concentró en un solo punto en el extremo del arma.

La criatura se convulsionó. El tronco pulsaba mientras un torrente de energía divina surgía de sus fauces. Las llamas consumieron el centro del árbol y éste quedó reducido a una cáscara ennegrecida y humeante.

—¡Oh, divino! —Gritó el padre detrás de él.

Al volverse, Zhota vio que una de las extremidades del roble había perforado el hombro del hijo, clavándole al suelo. El joven estaba inconsciente pero aún vivía.

—Sólo es una herida superficial. Vivirá con su ayuda, oh divino. —Dijo el padre mientras se arrodillaba junto a su hijo.

, deseaba responder Zhota. Como todos los monjes había sido bien entrenado en las artes de la sanación. Inspeccionó la piel en torno a la rama amputada del roble. La sangre era de saludable color carmesí, libre de corrupción… por el momento.

El padre miró a Zhota con ojos expectantes llenos de esperanza. —Puede sanarle, ¿verdad?

Zhota se obligó a decir las palabras vacías que le ordenaron recitar. —Ha sido contaminado, la corrupción evitará mis poderes divinos hasta que me marche. En ese punto surgirá y se apoderará de la mente y del cuerpo de su hijo. Es necesario entregarle a los dioses para que pueda estar en paz.

—¡No! —Gritó sorprendido el anciano. —No se lo lleve, es un muchacho fuerte; luchará contra eso. Juro por los mil y un dioses que lo mataré con mis propias manos si muestra indicios de corrupción, es lo único que queda de mi sangre.

El padre agarró los pies de Zhota débilmente, suplicando con desesperación. Ninguna parte de esta situación le parecía correcta al monje. Debía dar esperanza a los demás, no arrebatarla. Por un momento consideró ponerse en marcha pero, tan pronto surgió ese pensamiento, los recuerdos de Akyev regresaron con gran fuerza.

Zhota casi pudo ver a su maestro en el campamento, mirando a su otrora discípulo con vergüenza y disgusto. La última vez que estuvo en presencia de Akyev fue hace semanas, luego de pasar los ritos para convertirse en monje y recibir los tatuajes del orden y del caos en su frente. Un día después de que el fuego celestial apareciese sobre Ivgorod, se reunió con su maestro en una terraza del monasterio. Los vientos de la montaña agitaban las cintas con tonos de tierra —café, negro y gris— del viejo monje. El Inquebrantable, le llamaban a Akyev en ocasiones. Su fuerza y determinación eran todo lo que Zhota deseaba emular, pero temía que nunca lograría.

—Aquellos tocados por los engendros de los dioses del caos deben ser purificados. No preguntes ni intentes sanar sus heridas, es necesario asegurar que la corrupción sea contenida con presteza, —dijo Akyev al comunicar las instrucciones que recibió de los nueve Patriarcas; cabezas de la religión Sahptev y regentes supremos de Ivgorod. Como brazo militante de la fe, los monjes tenían la consigna de llevar a cabo los decretos que dictaban los líderes divinos del reino.

—Los Patriarcas han puesto frente a ti una tarea difícil, reservada sólo para los mas devotos de nuestra orden, —prosiguió el Inquebrantable. Luego de mirar a Zhota por un momento, Akyev frunció el ceño. —Has obtenido el rango de monje, pero en ocasiones me pregunto si realmente estás listo. Hay veces que pienso que aún eres ese muchacho tonto que llegó al monasterio. Más bestia que hombre… algo salvaje en verdad, con ojos oscurecidos por la emoción, la intuición y todos esos sentimientos fugaces que cambian caprichosamente al igual que los vientos. ¿Eres ese niño, o eres un monje?

—Ese niño ha muerto, —respondió Zhota.

—Demuéstralo entonces. Recuerda que cuando soplan vientos malignos, el árbol que se doble se quebrará.

Al día siguiente Akyev dejó el monasterio en una misión propia, Zhota salió poco después, pero las palabras de su maestro permanecieron. Un recordatorio constante de sus fracasos pasados.

La voz de Akyev retumbaba con más fuerza que nunca, crispante, cual choque de aceros, en los oídos de Zhota. El mero pensamiento de abandonar su deber lo llenó de ira y fue suficiente para impulsarle a seguir adelante.

El deber lo es todo, se dijo. La palabra de los Patriarcas es la palabra de los dioses. ¿Quién soy yo para cuestionar sus métodos? Soy su instrumento.

Los sagrados líderes de Ivgorod eran la reencarnación de los nueve humanos originales elegidos por los dioses para gobernar el reino. Cuatro se encontraban comprometidos con el orden, cuatro con el caos y uno permanecía neutral. Siempre trabajaban para preservar el equilibrio, lo que significaba, en ocasiones, solicitar que los monjes llevasen a cabo actos difíciles; tal era la naturaleza del mundo. El objetivo era mantener la igualdad entre orden y caos para que ninguno reinase sobre el otro.

—Hágase a un lado, —ordenó Zhota, pero el viejo no se movió.

—¡Mi muchacho nunca deshonró a los Patriarcas! ¿Así le recompensan? —El refugiado dio un paso hacia atrás y extrajo un cuchillo sin filo de entre sus pertenencias, las cuales yacían cerca del fuego. Posteriormente se lanzó contra el monje, descargando una tajada salvaje.

Zhota agarró la muñeca del viejo y la torció hasta que éste soltó el cuchillo. El padre gritó de dolor y cayó de rodillas. —Es mi único hijo, —sollozó.

Todo deseo de luchar había abandonado al hombre, quien se postró frente al monje.

Zhota se aproximó al hijo lentamente, recitando mentalmente uno de los juramentos ancestrales de la orden monástica. Camino entre los dioses del orden y los dioses del caos. Los canalizo a ambos sin transformarme en ninguno, soy el guerrero que se encuentra en medio. Mientras actúe para preservar el equilibrio de las cosas, soy libre de pecado.

Libre de pecado. Enunció en silencio mientras colocaba su palma sobre el pecho del joven. Zhota cerró los ojos y susurró un mantra para llenar al hijo con energía sagrada, un método de eutanasia que aprendió de Akyev. Su función era conceder una muerte pacífica e indolora a quienes habían resultado mortalmente heridos y que se encontraban más allá de los poderes de sanación de la orden.

El monje sintió como el corazón del joven empezó a latir cada vez más despacio hasta que se detuvo. Luego, preparó una pira de madera y purificó el cadáver con fuego.

Los huesos ya estaban calcinados y ennegrecidos cuando la luz del alba comenzó a despuntar a través del bosque. Zhota reanudó la marcha solo, consciente de que debía llevar la cabeza en alto por haber cumplido la voluntad de los Patriarcas. Sin embargo, sólo podía pensar en el viejo destrozado que dejaba atrás. Sus últimos vestigios de esperanza disipándose mientras se arrodillaba frente a los restos de su hijo y oraba a dioses que ya no escuchaban.

Inquebrantable

Monje

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