“Cuando soplan vientos malignos, el árbol que se doble se quebrará.”

Zhota no podía silenciar las palabras de despedida de Akyev que, desde las últimas dos semanas, venían pisándole los talones. En el día, el recuerdo de la voz de su maestro sólo era un susurro, sin embargo, se convertía en un estruendo al caer la noche.

Esta noche sería igual… sabía que se le pondría a prueba una vez más.

Los vientos arreciaban, aullando por la Gorgorra cual último aliento gélido de un dios moribundo. El frío mordisqueaba sus cintas verdes, blancas y azules, calando hasta los huesos. En años previos aguantó sin chistar los cortantes vendavales de montaña afuera del Monasterio del Cielo Flotante, mas este viento era distinto. Poseía una urgencia que le inquietaba, como si los dioses del bosque bulleran de miedo.

Zhota caminaba de un lado al otro en el borde del campamento, dando suaves golpes con su bo al suelo cubierto de liquen. Mohosos pinos y abedules se alzaban imponentes en torno al claro que eligió para pasar la noche. Éstos se encontraban situados junto a un roble muy antiguo, cuyas nudosas ramas retorcidas se arqueaban sobre el lugar casi de modo protector.

Los dos hombres recostados cerca de la fogata aún dormían, envueltos en mantas de lana gastada. Zhota tenía la esperanza de pasar la noche a solas, pero los refugiados arruinaron el plan cuando lo hallaron justo después del anochecer. El deseo de negarles espacio fue incisivo, pero su maestro le prohibió de manera explícita rechazar a cualquier viajero.

—Extiéndeles la bienvenida con los brazos abiertos pero protege tu corazón, —ordenó Akyev. —Obsérvalos con cuidado, ya que si los ha mancillado algún dios del caos harán todo lo posible por evitar tu mirada.

El monje obedeció, examinando a los extraños a conciencia. No le tomó mucho tiempo determinar que se encontraban libres de corrupción. Los hombres delgados de ojos fatigados eran un padre canoso y su hijo de veinte años, únicos sobrevivientes del ataque de una banda de salvajes khazra. Los asquerosos hombres cabra tomaron por sorpresa la aldea de los refugiados y la transformaron en un cementerio humeante.

Los hombres provenían de una zona de la Gorgorra que mantenía vínculos religiosos y culturales con Ivgorod. Se dirigían al norte, hacia la seguridad que ofrecía la ciudad y, pese a los horrores que habían enfrentado, padre e hijo estaban llenos de esperanza. Creían que el encuentro con Zhota era señal de que el dios del destino los miraba con aprecio. El monje casi se sintió cruel al escucharles parlotear acerca de la vida que tendrían dentro de las murallas de Ivgorod, pues sabía en su corazón que lo más seguro era que muriesen antes de llegar ahí.

Mientras se preparaban para dormir, le ofrecieron lo que quedaba de sus escasas provisiones a cambio de su estadía en el campamento. Zhota fingió educadamente el deseo de aceptar y luego rechazó el obsequio. A decir verdad, no quería tener nada que ver con los refugiados. Había aprendido a no relacionarse con aquellos que conocía en la Gorgorra por miedo de que se convirtieran en obstáculos.

—Entonces presentaremos doble tributo a los dioses, —dijo el padre con amabilidad. —Fueron en verdad gentiles de habernos guiado hasta usted, oh divino. Nada en la Gorgorra es lo que aparenta.

En efecto, quiso responder Zhota. Ni siquiera yo.

Las palabras del hombre con respecto al bosque eran ciertas. Zhota creció escuchando cuentos acerca de la parte antigua de la Gorgorra, ubicada al sur de Ivgorod. Incluso los árboles más jóvenes tenían una edad muy avanzada cuando se fundó la orden monástica. Desde siempre se le inculcó que el equilibrio entre los mil y un dioses del orden y del caos era inmutable en este lugar. Zhota se preguntó qué dirían los monjes ancestrales si tuvieran la posibilidad de ver el aciago crisol en el que se había transformado el bosque.

Zhota prosiguió con sus rondas por el campamento, repitiendo un mantra que abría su mente hacia el bosque cercano, donde sus ojos no podían ver nada. Percibió algo que se movía en la oscuridad, una presencia que notó cuando la noche aún era joven. De manera lenta, casi metódica, dicha presencia se había vuelto más fuerte con el paso de las horas, como si se aproximase al campamento. La piel de Zhota se erizó al sentirse observado desde todas direcciones por cientos de ojos; las formas verdaderas de los observadores, no obstante, permanecían ocultas. Peor aún, ninguno de los dioses del orden que moraban en el bosque habían respondido a sus oraciones para revelar la fuente de la presencia. Las deidades eran indiferentes… poco confiables.

Los dioses llevaban semanas actuando así, desde que el fuego celestial ardió sobre Ivgorod y se estrelló en algún punto al sur del reino. A su paso, los dioses del caos y sus engendros demoníacos comenzaron a merodear por el bosque, mientras bandidos saqueaban con impunidad los poblados aislados en la Gorgorra. Había gran cantidad de explicaciones y nombres distintos para el cometa, pero el augurio de malos tiempos era lo único que tenían en común. En ninguna otra parte eran las sombras algo tan dominante como en los densos bosques montañosos que le rodeaban. Sin embargo, descubrir el significado de tal fenómeno no era responsabilidad de Zhota. Otro miembro de la orden, un monje sin igual al que siempre había estimado en gran medida, fue enviado para obtener más información con respecto al fuego celestial.

Zhota se impacientaba conforme avanzaba la noche. Parecía que la fuerza profana que merodeaba en los bosques estaba jugando con él. Su mano pasó sobre los cientos de glifos y proverbios que grabó en su bastón. Serpenteaban alrededor del arma de extremo a extremo en patrones complicados y cada uno constituía un recordatorio de su entrenamiento. Zhota leyó las inscripciones en voz alta con la esperanza de hallar algo de claridad o determinación. Contrario a ello, surgieron recuerdos de sus fracasos bajo la tutela de Akyev.

Recitaba las lecciones entre dientes cuando los vientos se convirtieron en un susurro.

En la distancia, un crujido agudo —similar a madera seca crepitando entre las llamas— retumbó por la Gorgorra; seguido de otro y otro. Los extraños ruidos, escasos y débiles en un principio, aumentaron rápidamente en frecuencia y volumen; provenían de todas direcciones alrededor del campamento. Zhota forzó la vista y miró hacia la oscuridad mientras los sonidos se convirtieron en un tumulto ensordecedor de ramas y madera astillándose. Vio filas de árboles agitarse en las cercanías del claro, cobrando vida en olas sucesivas que estaban cada vez más próximas.

El movimiento se detuvo en la orilla del campamento y una calma muerta inundó el bosque.

Inquebrantable

Monje

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