II

—No te olvides de barrer. —Dijo débilmente el padre de Reiter. Una tos de perro sacudió su frágil cuerpo. El hombre se cubrió la boca con ambas manos, pero Reiter pudo ver las flemas deslizarse por los espacios entre sus dedos huesudos. —Posada… limpia…

—Lo haré, padre. Termínate tu sopa. —Dijo Reiter.

—No puedo… No me gusta el sabor…

—Bea la preparó especialmente para ti esta mañana —respondió Reiter con mayor paciencia de la que sentía en realidad—. Necesitas tus fuerzas, termínatela.

Reiter cerró la puerta y regresó al área común. La comida del día fue servida hace horas y sólo quedaban tres clientes en las mesas: los dos mercaderes cansados que discutían los precios del vino de la Marca del Oeste y el individuo religioso que leía en silencio un libro grueso. Reiter caminó detrás del mostrador. Su esposa estaba afilando uno de los cuchillos de cocina.

—¿Podrías llevarle a mi padre un poco más de té? —Preguntó Reiter. —No se encuentra bien el día de hoy.

—¿Podemos darle algo de miel? —Preguntó ella con una mirada comprensiva.

Reiter dejó escapar un suspiro. El precio de la miel había subido en los últimos meses y el mercader de Tristram venía retrasado. Reiter esperaba que llegase la próxima semana, pues las reservas de la Posada Oasis pronto se agotarían.

—No creo —cuando ella le miró con desaprobación, éste agrego—, si no tenemos miel, habrá descontento entre la clientela y nuestra reputación sufrirá. Mi padre no querría tal cosa. —La expresión de Bea se tornó más negra. —Estoy seguro de que él mismo te diría que obviaras la miel si estuviera al tanto de la situación. La posada lo es todo para él, es su legado. —Por un momento, Reiter parecía no saber qué hacer, pero luego alzó las manos a modo de gesto conciliatorio. —Está bien, dale un poco de miel.

Bea le miró de manera aún más hosca, pero preparó el té —con una generosa cucharada de miel— y desapareció por las escaleras.

Reiter suspiró de nuevo. Aunque había cedido, estaba seguro de que Bea se lo recordaría más adelante. Ella parecía disfrutar haciéndole sentir miserable sin razón aparente.

La puerta de la posada se abrió de golpe y pasos pesados hicieron eco en el área común. Reiter miró la escalinata un momento más y luego recitó su discurso. —Bienvenido a la Posada Oasis, caballero, ¿puedo ayudarle?

—¿Caballero? Al menos eso es mejor que dama —dijo una voz femenina con aire divertido.

Reiter se volvió. La recién llegada vestía armadura pesada, la misma que había visto hace ocho o nueve años. Casco, coraza, escudo, mangual y tabardo blanco bordado con el símbolo de Zakarum. Era ella. La boca de Reiter se abrió desmesuradamente.

¿La guerrera divina? —Yo… mil disculpas, dama. —Dijo sin pensar.

Ella rió. —“Dama”. Mi nombre es Anajinn.

—Mil disculpas, Anajinn. —Dijo Reiter. ¿Ése era su nombre? ¿Tenía apariencia distinta de la que recordaba. Su cabello era más claro y largo, tenía una mandíbula más definida y nariz más pequeña. Era extraño, pero también parecía más joven.

Reiter podía sentir las miradas de los presentes en el área común. Era un tanto reconfortante saber que no era el único que se sentía intimidado por su apariencia. —¿Necesitas una habitación? ¿Viene tu aprendiz contigo? —Aprendiz… Se le encogió el estómago. Imágenes de una mesa volcada y una mancha problemática se manifestaron en su mente. La vergüenza hizo acto de presencia, mas Reiter silenció el recuerdo con presteza.

—Sólo necesitaré una habitación sencilla, pues aún no hallo una aprendiz. También me gustaría visitar de nuevo tu biblioteca.

Reiter la condujo fuera del área común hacia la biblioteca. —Por supuesto, tenemos la mejor biblioteca en —su voz se fue apagando gradualmente y frunció el ceño. ¿Aún no halla una aprendiz? Anajinn tenía una en su visita previa. Por otro lado, Reiter parecía recordar lo ocurrido de manera incorrecta, así que dejó de pensar en el asunto. —La mejor biblioteca en Kehjistán, sin considerar Caldeum, por supuesto.

Anajinn le siguió de cerca. Su armadura hacía ruido con cada paso que daba. —He visitado casi tres docenas de poblados en el desierto y me parece que tú y tu padre tienen razón. En verdad poseen la biblioteca de mayor tamaño que he visto fuera de una ciudad grande. De hecho, jamás he hallado algo parecido en poblados como éste.

—Fue idea de mi padre —dijo Reiter—. El Reposo de Caldeum es pequeño, pero casi todos los viajeros que toman la ruta del sur hacia y desde Caldeum se detienen aquí. El oasis, como puedes ver. La última oportunidad de abastecerse de agua antes de cruzar la peor parte del desierto. Mi padre se dio cuenta de que había muchos académicos, eruditos y peregrinos religiosos que no tenían intenciones de quedarse en la taberna al otro extremo del camino. Así, decidió crear algo atractivo para ellos. Una pérdida de tiempo y esfuerzo, fue lo que omitió Reiter. Los vinos y licores eran algo más lucrativo que proporcionar una habitación tranquila para estudiosos indigentes. —Él les dijo a los mercaderes que tenía la intención de comprar los libros que tuvieran.

—Tu padre, ¿cómo se encuentra?

—Está muriendo.

Anajinn inclinó la cabeza. —¿Puedo ayudar en algo? ¿Me permites verle?

Últimamente carece de lucidez. No quisiera importunarle con recuerdos antiguos.

Anajinn le miró por un momento. —Como digas. —La puerta de la biblioteca se encontraba justo adelante. —¿Hay muchos libros nuevos desde mi última visita?

—Eso creo —dijo Reiter mientras mantenía la puerta abierta. No había leído ninguno de ellos. —Hénos aquí.

—Gracias —respondió ella.

Al dar un paso hacia atrás, un mechón de su cabello rozó la mano de Reiter, un mechón rubio. Los recuerdos se agolparon en la mente del posadero: la maestra, el cabello café, el nombre.

—Tú… Tú no eres Anajinn, ¡eres la aprendiz!

Recibió una sonrisa irónica a modo de respuesta. —Ya no.

—Pero… La armadura… Dijiste que tu nombre era Anajinn.

—Ese es mi nombre —respondió la mujer.

La confusión de Reiter se convirtió en ira, pues sintió que ella se burlaba de él una vez más. —¡Ése era el nombre de tu maestra!

—Y es mi nombre —seguía sonriendo—. ¿Es acaso algo tan extraño?

¡Tú…! —Reiter bajó la voz. —Hablas como si fueras ella —dijo entre dientes—. ¿Pretendías engañarme? ¿Acaso no me humillaste lo suficiente la última vez?

—No era mi intención faltarte al respeto. Soy una guerrera divina, soy Anajinn —dijo—, como mi maestra y como la maestra de ella.

—¿Todas se llamaban Anajinn?

—Cuando tomé el escudo de mi maestra, también tomé su causa y su nombre.

—¡Tomaste su escudo? ¿Por qué? ¿Qué pasó? ¿Acaso tu maestra…? —¿Murió? De súbito, Reiter prefirió no saber y cambió el tema. —¿Aún buscas libros sobre la ciudad de Ureh?

—No, busco información sobre las memorias perdidas de Tal Rasha.

—Ya… veo. —No era cierto—. Bueno, ya no te molesto. —Reiter dejó la habitación y regresó al área común.

Bea estaba esperándole. —¿Una nueva huésped? —Reiter asintió con rigidez. —¿Quién es ella? —Preguntó Bea.

—Vino de visita hace algunos años. Creo que sufre de locura. —Susurró. Bea le miró con escepticismo.

Reiter retiró los platos de los mercaderes y llevó una jarra de agua fresca al hombre solitario que se encontraba en otra mesa. Está loca, pensó Reiter mientras llenaba el vaso del hombre hasta el tope. Nadie en su sano juicio toma el nombre de alguien más e intenta vivir su vida. No es algo razonable. Luego se preguntó fríamente cuánto tiempo tomaría vender todos los libros en la biblioteca una vez que muriera su padre. Quizá lo mejor era que esta guerrera divina no tuviera razón para regresar.

Una voz adusta interrumpió sus pensamientos. —Posadero —llamó el hombre cuyo vaso acababa de llenar, el individuo religioso—, ¿quién es esa mujer? La de la armadura.

—Francamente no lo sé. —Reiter decía la verdad. —Es extraña.

El hombre cerró su libro de golpe. La cubierta ostentaba uno de los símbolos de la fe Zakarum, muy similar a la insignia que llevaba la guerrera divina. En retrospectiva, este individuo llegó ataviado en armadura, no muy distinta de la que vestía Anajinn. —¿Ha venido aquí antes?

Había cierto filo en su voz que a Reiter no le agradó. —Una vez, hace muchos años. Yo era sólo un niño —dijo con la esperanza de restarle importancia a sus palabras—. Me pareció extraña en ese entonces, poco razonable pero inofensiva. —Posteriormente se preguntó si juzgó las intenciones del hombre de manera errónea. —¿Es… es ella amiga suya?

—No. —El hielo era cálido en comparación con su tono. —Poco razonable, no obstante. Interesante. ¿Qué de ti, posadero? ¿Te consideras alguien razonable?

—Supongo que sí. —Respondió éste

—¿De cierto? ¿Qué orilla a un hombre razonable a darle asilo a una hereje?

Reiter retrocedió un paso. —¿Qué?

—Vi los símbolos en su armadura y en su tabardo. Dichos símbolos no son baratijas que puedan ser usadas como decoración. —El hombre se incorporó y Reiter notó por primera vez su imponente estatura. —Soy un paladín de la Mano de Zakarum. Elimino la corrupción y la herejía donde quiera que la encuentre. —El paladín golpeó el pecho de Reiter con un dedo y éste por poco cae al suelo. —No percibo la Luz dentro de ella, sino algo más. No puedes permitirle hospedarse en tu posada si en verdad eres uno de los fieles. ¿Lo eres, posadero?

—Sí, sí, por supuesto —chilló Reiter.

—¿Entonces por qué toleras su presencia? Preguntó el paladín.

Reiter temblaba ante la imponente figura. Jamás había visto a un paladín tan enojado. —Extiendo cortesía a todos aquellos que dicen tener el favor de la Luz. ¿Cómo iba a saber lo que era ella? —Reiter tuvo una idea. —Se hace llamar guerrera divina y asumí que era fiel a su orden. Perdóneme —el posadero se postró ante el paladín—, temo que mi ignorancia me ha llevado a cometer un grave pecado. —¿Puede perdonarme, caballero? —Reiter contuvo la respiración.

Hubo una larga, larga pausa. —¿Una guerrera divina? —Reiter miró hacia arriba. El paladín ni siquiera le miraba. —¿Por qué ese nombre…?

—Dé la orden y haré que se vaya de mi posada de inmediato, caballero. —Dijo Reiter.

El paladín parecía estar perdido en sus pensamientos. —Dile que me encuentre afuera. Examinaré sus intenciones personalmente y, de ser necesario, me encargaré de ella. —El hombre subió por la escalinata, llevándose su libro consigo.

Reiter se limpió el sudor de la frente. Esto es bueno, dijo para sí. Anajinn podría resolver sus diferencias con el paladín afuera, tan lejos de la posada como fuera posible. Reiter escuchó al paladín haciendo ruido arriba —sonidos metálicos que indicaban que se estaba poniendo armadura— y sintió un escalofrío.

Sin embargo, no quería que Anajinn supiera qué tan asustado estaba. Ella ya le había visto humillado a manos de un poco de agua y sangre. No, decidió. Sólo le diría que se fuera. El resto no tenía importancia. Esta era la posada de Reiter, o lo sería una vez que muriera su padre, y la quería fuera. Eso era algo razonable.

Anajinn estaba leyendo un tomo grueso cuando Reiter entró a la biblioteca. —Anajinn, o cualesquiera que sea tu nombre, debes irte de inmediato. —Ella levantó la vista y cambió la página, deslizando un dedo enguantado sobre el texto conforme leía.

—Escuché palabras iracundas allá afuera. —Respondió ella.

—Hay un hombre… un paladín, dice que eres una hereje.

Ella rió. —Eso supuse. —Sus ojos nunca dejaron el texto y Reiter tartamudeó de manera incoherente. —¿Amenazó con matarme? —Preguntó Anajinn.

—Vaya, no… Sí. —Reiter intentó darle firmeza a su voz. —Creo que tiene intenciones de matarte, te está esperado afuera.

—Fue muy amable de su parte al enviarte a advertirme.

Ella siguió leyendo y Reiter cambió de posición, visiblemente incómodo. —¿No habrás de… enfrentarle?

—Eventualmente, si es que sigue ahí —dijo—. Tengo mucho que leer, así que va a estarme esperando por un buen rato. Vaya, tal vez encuentre algo mejor qué hacer.

Reiter sintió impotencia total. Sacarla a rastras parecía una pésima idea. Sin embargo, decidió actuar. —Anajinn, quiero que dejes mi posada en este instante. —Ella no respondió de inmediato y Reiter estalló. —¿Cuál es tu problema? ¿Qué hay en ese libro que es más importante que un hombre que intenta matarte? ¿Por qué demonios regresaste a mi posada?

Anajinn suspiró, dejó el libro y se irguió. Su armadura emitió sonidos suaves a causa del movimiento. —Tu padre le pidió a mi maestra…

—¿A la verdadera Anajinn? ¿La primera? —Interrumpió Reiter sin pensar.

La guerrera divina no pareció ofenderse. —Sí, pero ella no fue la primera. Anajinn empezó su cruzada hace un par de siglos. —Reiter parpadeó ante la aseveración, pero la mujer continuó. —Tu padre nos preguntó cuanto pudo sobre la cruzada. ¿Acaso no lo compartió contigo? —Reiter negó con la cabeza, labios bien cerrados. —En tal caso, seré breve. Ando en busca de algo para salvar mi fe.

—¿De… qué?

La sonrisa de Anajinn era triste. —Decadencia, corrupción.

—Entonces, ¿por qué te odia tanto este paladín?

—¿Estarías contento si alguien te dijera que tu fe está mal? Destinada a podrirse y a causar sufrimiento y dolor inimaginables? —Ella suspiró. —No creo que este paladín sea de alto rango. Sólo los líderes de su orden saben de la cruzada. Si él fuera uno de ellos, no aguardaría pacientemente.

—¿Qué haría?

—Destruiría tu posada para matarme. —La expresión de Anajinn se endureció. —No estoy segura de poder razonar con él. De ser este el caso, tendré que irme del pueblo. Por lo tanto, como no estoy lista para irme, habré de terminar mi lectura.

—¡Pero amenazó con matarme a mí también! —Ahí, lo dijo al fin.

Una pausa. —¿Ah sí?

—Bueno, no usó tantas palabras…

—Sin embargo, te sentiste amenazado —Anajinn cerró su libro. No era una pregunta. —Entonces partiré de inmediato, no quiero que te sientas en peligro por mi culpa.

—Pero este libro —dijo mostrando el tomo—, ¿te animarías a venderlo? Puedo pagar un buen precio.

Reiter la miró fijamente.

***

Amphi sentía su paciencia erosionarse más y más con cada latido de su corazón, cual granos deslizándose por el cuello de un reloj de arena. El aire golpeaba el camino frente a la posada, proyectando arena contra su armadura.

—Guerrera divina —murmuró el paladín. No podía recordar donde escuchó ese título antes. ¿Quizá lo leyó en algún lado? ¿Lo estudió como acólito en Kurast? No, estaba seguro de que no era el caso. ¿Por qué le incomodaba tanto? Los guerreros divinos no eran aliados de la orden de Amphi. Eso lo tenía claro, pero tenía información incompleta. Los símbolos de su armadura estaban grabados con cuidado y reverencia. No había blasfemia obvia. La mujer no era un payaso, ni tampoco pertenecía a aquella chusma que pintaba símbolos de Zakarum en sus cuerpos y visitaban tabernas de mala muerte.

Cennis. Un nombre en el que Amphi no había pensado en años. Uno de sus mejores amigos en los templos de Travincal, alguien con insaciable sed de conocimiento. Quizá era eso. Una noche, Cennis entró a hurtadillas al estudio de uno de los ancianos de la Mano de Zakarum y sustrajo un libro. Emocionado, le contó a Amphi todo lo que aprendió, cosas que nunca enseñaron a los estudiantes. Incluso estaba algo asustado. Halló conocimiento oculto, crímenes perdidos; fracturas en la fe. Extrañamente, Cennis desapareció poco después y Amphi…

¿Qué le ocurrió a Cennis? Amphi se enojó, un sentimiento familiar. Cada vez que pensaba en su niñez, odio e ira fluían por su mente. Era como si los recuerdos estuviesen enterrados en un foso tóxico y negro, cubiertos de inmundicia. Pronto, su curiosidad se desvaneció en un remolino de furia y…

La guerrera divina. Amphi sentía su paciencia erosionarse más y más con cada latido de su corazón, cual granos de arena. Se llevó las manos a la cabeza y parpadeó. ¿En qué estaba pensando? ¿Un amigo de la infancia? Eso era. Lo sacó de sus pensamientos. Había cosas más importantes qué hacer.

—¿Deseabas hablar conmigo? —La voz trajo a Amphi de vuelta al presente. Ahí estaba ella.

Amphi notó como la gente corría hacia sus casas a ambos lados de la calle. Viajeros y habitantes se ponían a cubierto. Sabio de su parte, juzgó él. De súbito cayó en la cuenta de que la mujer le miraba extrañada, con la cabeza inclinada hacia un lado. —¿Te sientes bien, paladín?

—Dime tu nombre —espetó hoscamente—, ¿quién eres? Si el mal te obliga a…

—Me llamo Anajinn y soy una guerrera divina. —Ella alzó una ceja. —Espero que podamos conversar de manera civilizada.

—No negocío con el mal, lo destruyo una vez que lo hallo. —Respondió Amphi con brusquedad.

—Bueno —dijo Anajinn con alegría—, entonces tenemos algo en común. Sin embargo, no me parece que eso sea necesario el día de hoy. ¿Qué te atormenta?

Amphi desenvainó su espada de un solo movimiento. La mirada de Anajinn no se desvió, lo que sólo le hizo enojar más. —¿Eres una hereje, verdad?

—No. —Respondió ella.

—¿Dices pertenecer a mi fe? —Rugió el hombre. —¿Dices obedecer a Zakarum?

—No del modo que crees —Anajinn hizo una pausa y miró al hombre con simpatía. —Tenemos mucho en común, paladín. Mucho en común. Buscamos lo mismo.

Amphi escupió. ¿Por qué le roían las entrañas las palabras de esta mujer? Apenas y podía controlar sus crecientes deseos de atacarla. Sin embargo, resistió y habló con firmeza. —Esos símbolos que llevas son sagrados, no tienes ningún derecho de portarlos.

La guerrera divina negó con la cabeza. —No es eso lo que te atormenta, ¿verdad? Dime qué sabes de mí.

—Profanas mi fe. —Respondió él.

—¿Cómo?

No… lo… sé… —Gruñó.

—Esto es lo que sé. —Dijo Anajinn. —Sé que el mal puede desarrollarse en cualquier lugar, incluso entre aquellos que claman virtud y justicia; en especial si no están alerta.

—Guarda silencio. —Susurró Amphi. Estaba perdiendo el control de su ira.

—Sé que la senda que seguiste hasta donde estás se encuentra cargada de remordimiento. —Prosiguió. —Sé que valoras la rectitud y que sospechas que hay algo mal en la fe. Sé que has luchado para comprenderlo y, lo más importante, sé que eres fuerte porque aún no sucumbes al mal por completo.

—No hables más, por favor. —Imploró Amphi. Ella tenía razón. Había momentos interminables en los que cuestionaba los actos de su orden. En su mente sólo había caos.

—Sé que has sentido la gloria de la Luz, de lo contrario habrías desechado tus juramentos. También sé que la has percibido en los campos, en el mundo, entre su gente… pero nunca en Travincal, jamás en los templos de tu orden, y sé que sabes la razón. En lo profundo de tu corazón lo sabes, aun si te han ocultado las respuestas.

El dolor fulguró en los ojos del paladín y éste inclinó la cabeza en silencio. Había una tormenta en su interior. Luego se zambulló en su furia y buscó la verdad.

Lo que vio fue una piedra rodeada de oscuridad.

Algo cedió y el conflicto se desvaneció al instante.

Fue reemplazado por odio, odio puro.

Amphi apuntó su espada hacia la guerrera divina. Sintió claridad, un propósito, por primera vez desde que la vio. El hombre alzó las manos sobre su cabeza e invocó el poder de la Luz. —No hay más que decir, hereje. ¡Muere! —Rugió.

Anajinn se limitó a asentir. —Sea. —La guerrera divina sonrió con tristeza mientras Amphi descargaba su poderío contra ella.

***

Reiter no podía escuchar lo que decía el paladín, pero no había forma de confundir la expresión en su rostro. El hijo del posadero siguió mirando a través de la ventana frontal de la posada. Poco después, Bea se aproximó.

—Aléjate —siseó—, es peligroso.

—Tú primero. —Respondió ella. Reiter la fulminó con la mirada, pero un destello de luz le hizo mirar de nuevo hacia la calle.

Bea inhaló con fuerza; Reiter se estremeció. Varios metros encima de su cabeza, el paladín invocó… algo… que brillaba como el sol de medio día. Con un grito se lo lanzó a Anajinn.

Justo antes del impacto, Reiter vio a Anajinn sonreír.

Hubo un sonido ensordecedor y una gran nube de fuego estalló en el punto donde se encontraba Anajinn. De la guerrera divina, nada de nada.

Por un instante.

Descendió luz desde los cielos, una descarga de poder resplandeciente, y Anajinn con ella. El paladín no la vio venir y poco después ya no vio nada más.

Reiter gritó asustado y trastabilló al retroceder, alzando los brazos para resguardar sus ojos de la luz cegadora. Al bajar las manos, la pronunciada forma púrpura de la descarga aún danzaba en sus ojos. El posadero parpadeó y entrecerró los ojos. Anajinn se encontraba de pie, sola y tranquila. Su mangual se balanceaba lentamente de lado a lado.

Del paladín quedaban rastros —muchos de ellos— regados a lo largo y ancho del lugar. La arena alrededor de Anajinn parecía estar húmeda.

Reiter comenzó a temblar y Bea se cubrió la boca con ambas manos. Petrificado, Reiter miró fijamente la escena mientras Anajinn deslizaba la empuñadura de su mangual a través de una anilla especial en su armadura. Luego de echar un último vistazo hacia la posada, Anajinn dejó el Reposo de Caldeum en dirección al oeste, con el sol poniente como guía.

El único acompañante de la guerrera divina era el silencio y el poblado entero contuvo la respiración mientras se marchaba.

Reiter escuchó ruido en el piso superior, en los aposentos de su padre, y subió corriendo a ver qué ocurría. —¿Padre, te encuentras bien?

Su padre no había estado tan animado en meses. Observaba por la ventana y seguía a Anajinn con la mirada mientras ésta se desvanecía entre las arenas del desierto. —Es ella, ¿verdad? ¡La de hace años! Sabía que tenía algo; ojalá hubiera subido a visitarme. Le dio una lección a ese desgraciado, ¿no?

—Supongo que sí —Respondió Reiter.

El Fin del Camino

Guerrero divino

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