Hermana

El sol de la aurora llegó demasiado pronto y las llamas de la hoguera no consiguieron alejar el frío de los huesos de Kehr. Éste hizo a un lado su pesada capa de piel de oso y se incorporó, estirando sus dos metros y medio de cicatrices y músculo. Con los años, Kehr adoptó una práctica común en las Islas Skovos: quitarse el pelo del rostro y la cabeza con una hoja afilada. Tal costumbre tenía sentido en aquellas tierras estivales, además de disminuír la obviedad de que era un fuereño. Sin embargo, el frío viento se apreciaba extraño sobre su piel desnuda. Sólo tomó unas cuantas semanas bajo los cielos invernales para que Kehr anhelara la barba indomable y el largo cabello que llevaba en su juventud. Pasó sus dedos ásperos sobre la barba de tres días que poblaba su mandíbula y se preguntó si Tehra le reconocería.

Pensar en su amada le traía una punzada enferma que perforaba su pecho. No sólo era pena, culpa o añoranza, no en su totalidad. Era el dolor de un error recubierto de tejido encallecido y remordimiento. No existía forma de cambiarlo. Únicamente era posible envolverlo con mayor fuerza en un intento de adormecer el sufrimiento, o al menos poner tierra de por medio. Kehr sacudió la cabeza.

El viaje de regreso sería largo. El Golfo de la Marca del Oeste yacía detrás de las Montañas Kohl al sur. Kehr sabía que ahí podría hallar pasaje en un barco mercante que rodease la península. Los comerciantes siempre estaban dispuestos a contratar músculo que vigilara la carga mientras ellos desembarcaban a visitar los burdeles de la ruta. Kehr hablaba los idiomas mercantes de Therat, Lut Gholein y las Islas. Era capaz de convencer a cualquier empleador potencial de que, pese a su tamaño, no era uno de esos primitivos salvajes de las Tierras Temibles, sino una especie más civilizada de mercenario. Posteriormente sería fácil pasar por la Marca del Oeste, Puerto Rey y luego navegar rumbo a Philios. Ahí… bueno, ahí aguardaba ella. Había colinas desbordantes y música ligera; había vino, carne, risas, así como brazos delgados y cálidos. Ahí podría olvidar el deber, el frío y el brutal remordimiento.

¿Cuál era su propósito? ¿Hallar a su gente? ¿Pedirles perdón? Bueno, lo encontraron, o al menos Faen lo hizo.

Mientras echaba tierra con el pie sobre los restos humeantes de la hoguera, Kehr intentó expulsar de su mente el recuerdo de la noche anterior para concentrarse en el viaje venidero. Los picos que se extendían al frente eran formidables, sin embargo, albergaban bosques, estaban habitados —vivos— un cambio agradable con respecto a los muertos… Incluso bienvenido después de las últimas semanas. La mano de Kehr tocó su pecho.

No traicionaba a nadie en esta ocasión, se dijo. Tampoco eludía su deber, pues quienes dictaban tal cosa ya no existían. Sólo dejaba una tierra vacía que ya no ejercía poder sobre él. Kehr tenía la esperanza de enmendar las cosas y así poner fin a la persistente culpa. En lugar de eso, halló el eco del silencio y una gélida faceta de su desgracia, la cual provocaba que se le retorcieran las tripas con cada visita de Faen. El mismo pensamiento retumaba en su mente una y otra vez: no traicionaba a nadie ahora, no esta vez.

Más allá de la siguiente cuesta, Kehr sabía que se toparía con el sinuoso sendero del cazador, mismo que transitó hace dos meses durante su viaje hasta acá. Desde ahí sólo sería cosa de seguir las vías de mayor tamaño que se entrecruzaban en la faz norte del Kohl hasta llegar al Camino de Hierro.

El Camino de Hierro era ancestral. El vestigio de un imperio perdido que se extendía desde los desiertos de Aranoch hasta el Mar Helado. Pavimentado con anchos bloques de esquisto ferroso de color óxido, el Camino de Hierro surgía de los gélidos confines de Ivgorod, atravesaba la espina de las Montañas Kohl y descendía hasta las laderas occidentales de Khanduras. En algún momento fue una ruta vital para el comercio y las tropas imperiales, pues hacía del paso entre las enormes y serradas montañas una cuestión de semanas en lugar de meses. La mejor parte, el camino entró en desuso hace muchos siglos ya. En la actualidad se encontraba abandonado y olvidado, puesto que los reyes del norte, así como los jefes y señores de guerra, tenían pocos tratos con sus vecinos en estos caóticos tiempos. La destrucción de Arreat infundió miedo en los corazones de las naciones aledañas y muchas decidieron cerrar sus puertas, fortalecer sus murallas y dejar que el mundo se tornara salvaje en sus fronteras.

Eso significaba que la travesía estaría libre de viajeros y bandidos. Aunque Kehr podía lidiar con ambos, prefería caminar en soledad. Apoyó a Desdén, su enorme mandoble, sobre su hombro y se volvió para emprender la marcha hacia las colinas.

Transcurrieron diez días de viaje, diez anocheceres, diez visitas más de su hermana. Uno de sus brazos había sido devorado por carroñeros y su cráneo mostraba hueso amarillento, pero seguía siendo Faen. Seguía siendo su voz, su condena. El bárbaro se preguntó si algún día se acostumbraría al asco y al horror de su presencia; si debería hacerlo.

A Kehr le preocupaba que Faen pudiera seguirle a través de los Mares Gemelos hasta Philios. Existía una idea en una parte recóndita de su mente que luchaba por hacerse escuchar, ¿qué tal si la mataba? ¿Qué tal si la atravesaba con su imponente hoja, convirtiendo su temblorosa figura en una pila de hueso astillado y carne descompuesta? ¿La liberaría de su tormento? ¿Lo liberaría a él?

Kehr se ciñó la piel de oso alrededor de sus hombros. No, no podía hacerle eso a Faen, su hermana. Se había ganado sus palabras y su odio, merecía estas rayas.

Sacudiéndose la oscuridad de la mente, el hombre robusto halló consuelo en sus largas zancadas y el suelo bajo sus pies. Fuera por la necesidad de abandonar estas tierras, o su deseo de regresar a un clima más agradable, avanzaba a velocidad impresionante. El Camino de Hierro estaba cerca y sabía que su paso se volvería más presto una vez que llegara al sendero pavimentado. Pronto todo quedaría en el olvido. Quizá Faen permanecería aquí, en las frígidas tinieblas a las que pertenecían los muertos.

Kehr suspiró, intentando desviar sus pensamientos hacia el vino, el sol y el controlado sonido de las olas acariciando la arena. Su estómago gruñía. Dos días atrás consumió lo que restaba de su provisión de carne seca y no había gran cosa qué cazar. Su objetivo había sido dejar esta tierra, su hogar caído, tan rápido como pudiese. Tendría que dedicar algo de tiempo a la búsqueda de sustento.

En cinco alientos su ensueño se vió interrumpido por un grito… luego gritos. Provenían de la vereda que se encontraba un poco más adelante, justo del otro lado de un bosquecillo de resistentes matorrales —comunes a menor altitud— que delimitaba el Camino de Hierro. Kehr se agachó y se alejó del sendero que había estado siguiendo, rodeando los árboles para obtener una mejor perspectiva.

Eran refugiados, obvio aún a simple vista. Hombres, mujeres y niños, docenas de campesinos delgados y sucios con ropas raídas que cargaban sus escasas pertenencias en canastas, mochilas o mantas. Al igual que Kehr, los refugiados asumieron que el camino estaría vacío, pero viajaban de manera descuidada. Avanzaban en una fila desordenada por el camino sin considerar bestias, bandidos, o peor; vaya que había peores cosas que los bandoleros en las montañas aledañas.

Kehr los detectó por el aroma aún antes de verlos y su estómago se revolvió. Khazra, demonios deformes y greñudos; perversa cruza entre hombre y cabra. Estos robustos y musculosos seres viajan, por lo general, en manadas y cuentan con largos brazos correosos cuyas fibras se encuentran aglutinadas bajo un pelaje áspero y mugroso. Las piernas de tales abominaciones se doblan a la inversa, en un ángulo bestial, y rematan en pezuñas de color negro. Sus hombros presentan una combinación de firme musculatura animal y tortuosas venas que culminan en la prominente cabeza pesadillezca de un macho cabrío; con impenetrables ojos achinados y cuernos retorcidos. Kehr había enfrentado a esas bestias previamente —varias veces durante sus viajes al sur— y los recuerdos sabían a hiel. Los khazra eran prueba tangible y hedionda de la grotesca labor que desempeñaban los demonios sobre los hombres.

Kehr vió a dos hombres cabra avanzar con avidez por el camino mientras los refugiados se dispersaban gritando. Ya había varios cuerpos regados en la zona, frágiles montones marcados en rojo. Más de las bestias iban de cuerpo en cuerpo, quitándoles sus magros harapos. Kehr sintió su desasosiego convertirse en ira, pero se la tragó. No era su lucha ni su deber, sólo prolongaría su viaje y poco podía hacer al respecto. No les debía nada a los campesinos, tontos que marchaban sin armas por un campo abierto. Kehr no tenía vigilia aquí.

Estaba a punto de dar media vuelta y regresar cuando vió a un leñador ataviado con ropas de tejido artesanal color café. Iba solo y había llamado la atención de los demonios; el contenido de su bolsa de yesca regado sobre el gastado pavimento. Sostenía su hacha en alto mientras lo rodeaban las abominaciones al son de risas agudas y carnosas. Los hombres cabra llevaban toscos picos y lanzas, alternando estocadas contra el pobre hombre —quien presentaba manchas de sangre en varios lugares— cada vez que les daba la espalda. Los demás refugiados aprovecharon la oportunidad para huír hacia los árboles cercanos, abandonando al leñador a lo que prometía ser una muerte larga y agonizante. El hombre giró para desviar un brutal ataque y Kehr vió lo que llevaba en su otro brazo: una niña.

Caminante

Bárbaro

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