Miedo

Su hermana muerta venía con la puesta del sol, siempre con la puesta del sol.

Mientras el cielo se abría y las sombras se extendían con la llegada de la noche, él se mantuvo en pie para observar la desaparición del sol detrás de las montañas. Era en ese instante cuando el susurro de la brisa vespertina se desmoronaría con el lento arrastre de sus pies. Sus pies… fríos y blancos, tendones deshilachados en torno a huesos resquebrajados; al descubierto a causa de incontables kilómetros de roca cubierta de hielo. No importaba la distancia que Kehr hubiera recorrido durante el día, los ríos que hubiese cruzado, ni la cantidad de riscos escalados. Ella venía con la puesta del sol.

El hombre robusto se puso a trabajar en la hoguera conforme se aproximaba el arrastre de pies. La yesca se volvió más abundante en la Selva de Sharval y Kehr intentó hallar consuelo en la idea de comida caliente, en especial después de vivir a base de carne de venado seca durante semanas. Fue algo inútil y lo sabía. El rengueo de los pasos siempre le provocaba un escalofrío penetrante, un sentir líquido de hielo y horror que chocaba contra su piel y la lamía. El sonido se detuvo en la oscuridad, justo fuera de la luz que proyectaban las llamas.

Kehr no quería levantar la vista, no deseaba dirigirse a ella, pero su hermana permanecería hasta que lo hiciera. Aguardó hasta que el fuego se tornó resplandeciente y se enderezó, suspirando en el aire frío del crepúsculo.

—Di tus palabras Faen, dilas y vete.

Ella se aproximó a la fogata, arrastrando un paso a la vez. Kehr clavó la mirada en las llamas y sintió su mano acariciar la cicatriz en su pecho; era reciente. Al cabo de otro paso, Faen se detuvo frente a él. Un tronco en el fuego cambió de lugar, crujió y proyectó brasas hacia arriba. Kehr se obligó a seguir las manchas brillantes, retirar su vista del fuego y mirar a esta cosa que había sido su hermana. Se lo debía.

El calor comenzó a descongelar su pálida piel y el enfermizo y dulce aroma de la descomposición cobró fuerza. Seguir a su hermano durante las últimas dos semanas había causado estragos en la desgarbada figura gris de Faen. Kehr apenas la reconocía.

Los ojos de Faen eran fosos negros, sombras hundidas en lugar del color azul aciano que recordaba Kehr. Todo lo que quedaba de la dorada cabellera de su hermana pendía de los costados de su cráneo en marañas apelmazadas y su peso le estaba arrancando la piel. El tejido amarillo se rasgó y un trozo de carne podrida —acompañado de un mechón de cabello— emitió un sonido húmedo al chocar contra el suelo. Sus delgados miembros vibraban con el viento, bultos esqueléticos que sobresalían de un pergamino mojado. Kehr se preguntó si Faen aún sentía algo. Ella se inclinó para señalar el pecho de su hermano con un dedo huesudo y tembloroso.

—Kehr, Kehr Odwyll.

¿Cómo podía hablar con esa boca arruinada? La mandíbula colapsada, la lengua negra tan abotagada y rígida que sobresalía por su mejilla perforada. ¿Cómo podía estar aquí, temblando con ira macabra, después de permanecer enterrada bajo la quebrada faz de granito de Arreat durante todos estos años? Kehr sabía que no debía haber regresado, que no existía expiación alguna en estas tierras fracturadas. No había hallado el camino hacia los cañones boscosos de su pueblo y pasó largos días vagando sin rumbo por colinas extrañas e irregulares. El valle de la tribu del Ciervo fue alguna vez un sitio verde, acogedor y familiar. Ahora todo era distinto, todo estaba perdido.

Pero Faen encontró al bárbaro y lo siguió pese a que éste echó a correr.

—Kehr Odwyll. ¡Traidor, traidor!

Caminante

Bárbaro

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