Capítulo 3

«La mujer del guerrero ofreció a Zei una fortuna en joyas preciosas, o una noche de libertinaje desenfrenado. Para Zei, por supuesto, no había la más mínima duda». —Zei y la noche de libertinaje desenfrenado

La Morada Cambiante eran cinco plantas subterráneas de dormitorios y salas de entrenamiento comunicadas por una escalera de caracol fortificada. Jia subía la sinuosa escalera siguiendo con expresión hosca a Shen el Avaro. De algún modo, la noticia del visitante ya se había propagado. Ojos inquietos se asomaban por las buhederas, y susurros frenéticos resonaban en la oscuridad por los empujones que se daban unos a otros los asesinos más letales de Xiansai para poder ver.

Jia gruñó. Siempre le iban a estar recordando aquello.

—Sé que no eres él —dijo.

—¿Que no soy quién? —dijo Shen alegremente.

—¡Zei! ¡No eres Zei!

—Nunca he dicho que lo fuera.

—¡Nunca has dicho que no lo fueras!

—Ah, pero es que si me paso la noche diciéndote todo lo que soy y no soy, no tendremos tiempo de colarnos en la torre de Liang la Ruda.

Las conversaciones en voz baja que sonaban tras las paredes se interrumpieron de repente, y un centenar de alientos absorbieron el aire del hueco de la escalera. Jia se detuvo en seco.

¿Qué? —chilló.

Shen se giró para mirarla en la curva de la escalera.

—Ah, ¿no lo había dicho? Sí, vamos a robar secretos de la Torre de la Consejera. ¿No es genial?

Las leyes de Zhou las establecía un consejo rector compuesto por un hombre o una mujer de cada una de las nueve Grandes Familias. Puesto que ninguna de las Grandes Familias era tan tonta de confiar en las demás o en colaborar con ellas, habían creado mucho tiempo atrás el papel del consejero.

Por lo general este poderoso y peligroso cargo recaía en un comerciante de éxito criado entre la masa. Este hombre o mujer informaba de los asuntos importantes3 al consejo rector y ejecutaba sus órdenes4, dando tiempo a las Grandes Familias para preparar mascaradas y tramar el asesinato de seres queridos. Los consejeros trabajaban sin supervisión alguna y eran los gobernantes de facto de Zhou. Además, rara vez vivían para llegar al final de su periodo de un año.

Eso significaba que la actual consejera, Liang la Ruda, era… inusual. Había utilizado los informes cada vez más frecuentes de ataques demoníacos en las fronterizas Tierras del Terror y en el resto del mundo para permanecer en el poder durante cuatro años, y había sobrevivido a dieciséis intentos de asesinato. Antes de que ella se convirtiera en la consejera, las Grandes Familias habían encargado la vigilancia de la ciudad a lo peor de sus ejércitos personales; Liang reformó, despidió o mató directamente a los borrachos, espías y delincuentes, dejando una fuerza bien entrenada y más compensada que solo respondía ante ella.

En resumen, Liang la Ruda era la única guardiana del orden en una ciudad que prosperaba con el caos. Y eso la situaba en conflicto directo con la Décima, que se beneficiaba de satisfacer los caprichos de los ricos y poderosos. Una guerra silenciosa había ido en aumento durante años. Los vigilantes de Liang asaltaban almacenes y masacraban a la familia adoptada de Jia en las calles. En respuesta, los tíos y tías hacían visitas a las cuarteles de los vigilantes y se aseguraban de que toda la ciudad pudiera ver las llamas5.

Nadie, ni siquiera los Constructores y los Terratenientes, se tenía más odio que el que se profesaban el Hombre Roto y Liang la Ruda.

Jia se apoyó en la pared. Y nosotros vamos a robarle.

—Estoy muerta —dijo.

—Solo si sus guardas nos pillan —dijo Shen el Avaro, quitándole importancia con las manos—. O si caemos al trepar.

—¿Trepar? —dijo Jia, sujetándose la frente.

—Oh, sí. Treparemos por el exterior de la torre — Shen frunció el ceño—. Ahora que oigo el plan en voz alta, sí que suena arriesgado. Por suerte tienes un arma secreta.

—¿Sí? ¿Cuál es?

—¡Yo! —dijo Shen, y volvió a desaparecer tras la curva. Jia notaba que su familia la observaba.

—Sé fuerte, Hermanita —dijo uno de ellos, sacando la mano por la buhedera para tocarle el hombro—. No hagas ruido. Ten cuidado.

—Ocúltate a plena vista —dijo otro.

Jia suspiró. Eso último era una cita. Del Libro de Zei.

* * *

Shen el Avaro dejó atrás con un salto la falsa fachada de la finca, y Jia lo siguió con desánimo. Toscas calles empedradas se retorcían entre bloques de destartaladas casas de vecindad de varios pisos que impedían ver las estrellas en lo alto.

Pero no todo el horizonte. A casi un kilómetro de distancia, la silueta serrada de la Torre de la Consejera se elevaba altanera entre la miseria circundante, esperándolos.

Shen el Avaro se quedó totalmente inmóvil en el centro de la irregular calle. Bajo la tenue luz de la luna, su barba enmarañada casi relucía, y un débil recuerdo cruzó por la cabeza de Jia…

Y se esfumó. Sacudió la cabeza y se dirigió hacia Shen. Tal vez al viejo farsante le estaban entrando dudas.

No. Estaba hipnotizado mirando a un vendedor callejero a lo lejos, en el recodo del camino que llevaba hasta la torre. El chisporroteo de la carne hacía que les llegaran, serpenteantes, aromáticas volutas de humo.

—Deberíamos ir por los tejados.

—¿Hay vendedores de carne al curry en los tejados? —dijo Shen asombrado—. Llevaba demasiado tiempo sin venir a esta maravillosa ciudad.

—No —le espetó Jia—. Es más seguro.

—Ah, sí —dijo Shen, asintiendo con aire grave—. Ante todo seguridad. No temas. Si hace falta saltar desde los tejados y enfrentarse a siete hombres, te cederé el honor—.

Se fue tambaleándose hacia el vendedor ambulante, dejando atrás y boquiabierta a Jia. Debía de haber escuchado la conversación, claro. Pero el Padrastro Yao no había mencionado el tejado…

La parrilla portátil del vendedor estaba instalada junto a una cocina abierta, conectada a su techo y sus paredes manchadas de hollín mediante un complicado dispositivo de cadenas y engranajes; era como si todo el artilugio se pudiera retirar en un momento de prisas de forma que la placa de hierro se deslizara hacia abajo y cerrara el tenderete. Jia llegó justo cuando Shen el Avaro se servía de ligeros codazos para abrirse paso entre disculpas en la pequeña cola de gente que esperaba su turno. Luego pidió todo lo que había en la parrilla.

—¿Todo, abuelo? —dijo el vendedor, arrugando el ceño bajo un sombrero de paja ancho con los bordes vueltos hacia arriba. Hizo caso omiso de las protestas de la multitud; si lo vendía todo de golpe, podría irse pronto a la cama con la bolsa llena de oro.

—¡Así es! —dijo Shen—. Mi joven amiga y yo tenemos por delante una difícil escalada y…

—Nosotros estábamos antes, viejo —refunfuñó una mujer de mediana edad de ojos cansados y con una bolsa pesada y que cloqueaba al hombro.

—¿De veras? ¡Imposible! —dijo Shen—. De haber tenido una mujer tan guapa haciendo cola ante mí, me habría fijado. ¡Pero nadie debería quedarse con hambre! ¡Vendedor! —exclamó, dando un manotazo—. ¡Carne para todos mis amigos!

Jia pasó junto a la mujer ligeramente sonriente y un músico callejero con un enorme instrumento de dieciocho cuerdas a la espalda.

—¿Qué estás haciendo? —dijo entre dientes.

—Preparando nuestra misión secreta —dijo Shen con un susurro que probablemente se oyó al otro extremo de la calle. Se oía un chisporroteo.

—¡Estás armando un escándalo!

—Ah. Quizás tengas razón —dijo Shen—. Actuaré con más discreción.

—Abuelo —dijo el vendedor, con los ojos como platos—. ¡Su… su mano!

Shen lo miró. Miró luego la mano con la que había dado el manotazo… en la parrilla al rojo vivo.

—¡No pasa nada! —dijo el viejo, apoyándose en la parrilla con la otra mano—. Aguanto bien las quemaduras, y esta noche refresca. Bueno, ¿qué hay de mi carne?

—Primero el dinero —dijo el vendedor, haciendo una mueca ante el chisporroteo incesante.

—Oh, por supuesto. Mis disculpas —Shen se enderezó y rebuscó en sus bolsillos con ambas manos, murmurando. Finalmente, adoptó una expresión alegre y se sacó un rubí. Sus palmas no estaban quemadas.

—¿Bastará con esto?

Todos los ojos fueron de las manos al rubí, y luego al rostro arrugado de Shen. Alguien susurró "Joyero", luego "Zei", y esta vez incluso Jia… no estaba segura. La joya. La piel perfecta cuando debería estar achicharrada. El veneno. La magia. ¿Quién era?

Aun así, Jia era joven, y enseguida recuperó su cinismo natural.

—¿A esto lo llamas discreción? —dijo.

—No es el más grande que tengo —dijo Shen con aspecto preocupado.

—¡Podrías comprar esta calle con eso! —dijo Jia—. ¿Y lo gastas en unas raciones de carne de ternera?

—¿Es que no la hueles? ¡Esa carne tan suculenta por un rubí es una ganga!

—Eres un idiota —dijo Jia.

—La belleza vuelve idiota incluso al mejor de los hombres—dijo Shen, haciéndole un guiño a la mujer del saco de gallinas. Esta se sonrojó como una sacerdotisa—. Pero no te falta razón.

»Vendedor, incluye ese magnífico sombrero, y este mísero rubí será tuyo —dijo, blandiendo la gema en alto. Los ojos del vendedor no la perdían de vista.

—Deja de exhibirla —dijo Jia—. ¿Quieres que te maten?

—¿Esta buena gente? —dijo Shen mientras entregaba el rubí y se llevaba su nuevo sombrero a la cabeza—. A mí me parecen de fiar. Además, ¿quién sería capaz de matar a alguien por mis joyas?

—Solo la mayoría de la ciudad —dijo Jia—. Deja de hablar a gritos de tus malditas joyas.

—Yo estoy encantado de compartirlas —dijo Shen, ajustándose el sombrero—. Tengo muchas.

Como por un resorte, tres matones escuálidos salieron con aire arrogante de un callejón cercano. Jia tiró ligeramente un pie hacia atrás y dejó que una daga se deslizara en silencio hacia su mano, oculta entre la muchedumbre nerviosa. Esos idiotas no llevaban la marca de la Décima, lo que significaba que trabajan por libre sin autorización6 y que era improbable que se fueran si ella se lo pedía. De hecho, probablemente intentarían matarla. No tendría más remedio que matarlos ella ant…

Una patrulla de los vigilantes de la consejera se acercaba por el otro lado. Estupendo. Y ahí estaba ella con su armadura de asesina que tan desapercibida pasaba.

Por lo visto el vendedor también podía ver el futuro. Tiró el carrito hacia atrás y el techo de hierro comenzó a cerrarse.

Shen el Avaro lo paró con una mano y volvió a subirlo sin la menor señal de esfuerzo.

—Eso que veo en la estantería de ahí atrás —dijo—, ¿es vino de jengibre?

Mientras tiraba desesperadamente del mango que no se doblaba, el vendedor asentía con la cabeza.

—Te daré un ópalo por cada botella —dijo Shen. Su voz resonaba en lo alto contra los edificios.

El vendedor se quedó helado. Al matón calvo se le cayó la porra.

¿En serio? ¿Un ópalo por cada botella? —dijo Jia.

—No he bebido todo el vino de jengibre que me habría gustado en mi vida —dijo Shen solemnemente—. Es una de las cosas que más lamento.

Jugándose la vida por los ópalos, el vendedor le pasó a Shen una botella. Shen se la tiró al matón calvo sin mirar.

—¡Vino para mis amigos! —anunció el viejo—. ¡Y ahora que ya tenemos público, necesitaremos música!

¿Público? Jia miró hacia arriba. La gente se asomaba por las ventanas abiertas, intentando ver qué estaba pasando. Eso era algo insólito. Por la noche, Zhou era una ciudad de puertas cerradas con llave y persianas bajadas. No intentabas averiguar a qué se debía un alboroto a menos que quisieras que el alboroto subiera a tu casa a verte.

—¿Me prestas tu mattar, joven? —dijo Shen al músico callejero.

—¿Me da un poco de vino?

—¡Un trato justo! —Se produjo el intercambio de vino por instrumento. Shen se tambalaeó bajo el peso del mattar—. Pesan más de lo que recordaba. Necesitaré las dos manos.

—¡Eh, tú! —le dijo al matón calvo—. Ayuda a nuestro amigo el vendedor a pasar el vino a todos. ¡Los demás, cantad si conocéis la letra!

Todo el mundo se sabía la letra, más que nada porque era picante. No había muchas letras decorosas sobre Zei. Cuando llegó a la parte en la que la presumida reina encontraba a Zei en el árbol con sus tres hermanas, la mujer de los pollos y el matón calvo se abrazaban muertos de risa.

La calle se llenaba cada vez más de gente, y a todo el que venía le pasaban una botella. Llegaron los vigilantes, haciendo sonar sus silbatos para llamar a los guardias y que se encargaran de aquel caos. Recuperado su mattar y tocado con el sombrero de Shen, el músico callejero tocaba como un poseso y cantaba junto a sus nuevos amigos. El vendedor llamó a gritos a su mujer para despertarla, le dijo que escondiera la bolsa de ópalos y que trajera más vino de jengibre y carne cruda de la bodega…

A varias manzanas de distancia y diez minutos más tarde, Jia y Shen el Avaro se encontraban al borde del patio que rodeaba la Torre de la Consejera. Mientras observaban, la última de las patrullas a pie se dirigía hacia donde se estaba produciendo el improvisado festival callejero.

—Eres un viejo diablo muy astuto —dijo Jia—. Has hecho todo eso a prop… Un momento, ¿te has traído una botella de vino?

—Me entra sed cuando hay que escalar mucho rato —dijo Shen, descorchando la botella con un pulgar entrenado y dejándola medio vacía con tres tragos.

Irritada porque un hombre que como mínimo tenía cuatro veces su edad la obligara a ser el adulto en esa situación, Jia dijo: —No puedes subir por esa torre borracho, viejo.

—¿Por qué no? —dijo Shen—. He subido por miles de torres. Estar sobrio nunca ha hecho que la experiencia fuera mejor—.

—¡Te caerás!

—Oh, no, no. Soy demasiado delicado para caer. Aunque no he puesto a prueba la teoría, estoy seguro de que bajaría flotando suavemente hasta el suelo.

—Muy bien —dijo Jia pellizcándose el puente de la nariz—. Vamos allá. Cuando dé la señal…

Shen ya estaba correteando por el patio. Jia soltó un reniego y fue tras él, esperando el grito de un guardia en cualquier momento. No se produjo ninguno, aunque tenía que haber arqueros en los tejados de los alrededores. Parecía que la suerte de Shen se le estaba pegando.

Shen llegó a la torre, se guardó la botella en su extensa maraña de bolsas y trepó por los primeros tres metros de la pared vertical como un mono rabioso. Jia tuvo que usar todos sus músculos y emplearse a fondo con los puntos de apoyo para poder seguirle el paso.

Zhou caía por debajo de ellos. La oscuridad gobernaba la ciudad dormida, salvo por el Festival de Zei7 en miniatura que Shen había creado y los resplandecientes grupos de antorchas y faroles que señalaban el Mercado Eterno al este.

Pasados unos instantes, Jia se dio cuenta de que Shen ascendía más o menos recto por la pared. Tras fijarse ahora, vio muescas irregulares hábilmente esculpidas en la piedra pulida, invisibles desde abajo.

—Alguien más ha trepado por esta torre —dijo.

—Ah, sí —dijo Shen, sin haber perdido ni pizca de aliento—. Mi hijo viene aquí bastante a menudo.

—¿Hijo? —dijo Jia—. Pero si no paras de insinuar que eres…

—¿Célibe? Jamás. Las mujeres volcarían montañas al mar antes de permitir algo así.

—No, un dios. Y por favor, no hables de s… De celibato —dijo Jia, sonrojándose.

—¿Por qué no? —dijo Shen inocentemente, parándose para rascarse la barbuda barbilla, con una mano huesuda encajada en una grieta.

—Porque tú eres…

—¿Increíblemente guapo? ¿Agradablemente fragante?

—Viejo.

—Eso es verdad —dijo Shen, asintiendo con pesar—. Soy viejo. Demasiado viejo, de hecho, para seguir cargando con esta pesada botella de vino. Cógela.

Dejó caer la botella, y Jia a duras penas la atrapó antes de que cayese en picado ante ella para hacerse pedazos contra los adoquines que había mucho, mucho más abajo.

—¿Qué se supone que debo hacer con esto?

—Bebértela —dijo Shen. Una ráfaga de viento hizo ondular sus vestiduras mientras apoyaba un pie enfundado en una sandalia en una grieta minúscula—. ¡Luego rompe la botella para ahuyentar las resacas!

—No voy a... Muy bien, ¿de verdad funciona eso?

—Es posible —dijo Shen—. Personalmente, me gustan las resacas. Me recuerdan…

Se calló. El silencio era tan inesperado que Jia se sintió impulsada a llenarlo.

—¿Te recuerdan a…?

—Oh, recuerdos —dijo Shen, sonriéndole desde arriba.

Por primera vez, Jia lo miró realmente. Bajo esa barba extrañamente familiar y la sonrisa fácil, había visto un brevísimo atisbo de… tristeza, encerrada tras muros elevados y una puerta fortificada. Una puerta que se había vuelto a cerrar.

—Me estabas hablando de tu hijo —dijo ella, metiéndose la botella en su armadura acolchada.

—Ah, sí. Se encarama por esta torre más a menudo de lo que debería. Verás, él y Liang son amantes en secreto.

La mano de Jia se quedó inmóvil en el aire.

—¿Liang la Ruda? ¿La consejera de cuya torre estamos colgando? ¿Esa Liang?

—Eso es —dijo Shen alegremente—. Llevan muchos años enamorados. Décadas, por lo menos.

—Eso es imposible —dijo Jia. Se han compuesto canciones sobre la falta de interés de la consejera en temas románticos. Liang había rechazado cientos de proposiciones de varios miembros de las Grandes Familias; era, consideraba Jia, una de las pocas virtudes que la redimían.

—Imposible, no. Tan solo sorprendente. Será mejor que susurres a partir de aquí —añadió Shen. La ventana de la consejera se vislumbraba más arriba.

—Y ese hijo tuyo —dijo Jia, convencida de que Shen le estaba tomando el pelo—. ¿Es también un famoso conquistador de mujeres? ¿Un dios disfrazado?

—Ah, ¿no te lo he dicho? —dijo Shen—. Tú lo conoces como el Hombre Roto.

Jia resbaló. Más rápido que un rayo, Shen alargó un brazo y la agarró por la muñeca con un gruñido. Las botas de Jia colgaban en el vacío, a decenas y decenas de metros en medio del aire aullante.

—Cuidado —fue lo único que dijo antes de balancearla hacia la pared. Jia se aferró a ella durante un momento, con la cara pegada a la fría piedra, intentando recuperar el aliento.

—No —alcanzó a decir al fin—. Estamos en guerra con la guardia de Liang. Se odian.

—La pasión forma parte de ello, sí —dijo Shen, avanzando de nuevo. O bien el tema o bien el conato de caída habían dejado su voz sin ese humor natural.

La ventana estaba ahora a tan solo metro y medio.

—¡Te equivocas! El Hombre Roto no nos traicionaría. —Notó la desesperación en sus propias palabras y se odió por ello.

—Ella es la primera a quien fue leal —dijo Shen amablemente—. Y la Décima está en tercer lugar, muy por detrás.

—¿Tercero? ¿Entonces qué es lo segundo?

—¡Me alegra que lo preguntes! —dijo Shen contento—. Ese es el secreto por el que te he traído aquí, para que lo descubras.

Y con un brazo nervudo la subió agarrándola por la parte de atrás de la armadura a la repisa de la ventana.

Una brizna de luz de la luna atravesaba el dormitorio de la consejera, iluminando una suntuosa alfombra, una chimenea y una cama. Liang la Ruda estaba de cara a la pared, tirando de una bata sobre su espalda desnuda y sus hombros pálidos.

Desnudo hasta la cintura, el Hombre Roto salió de la oscuridad detrás de ella, con más cicatrices que piel. Dos manos de asesino se deslizaron en torno a la garganta de ella, tirándole la barbilla hacia arriba suavemente, muy suavemente, para besarla…

Volvió a ocurrir como en el tejado. Jia se había colado por la ventana con la daga desenvainada antes de que su cerebro hubiera tenido tiempo de asimilarlo.

Liang la Ruda se zafó de los brazos del Hombre Roto. Abrió la boca…

…y él se la tapó, sujetándola. Con expresión inescrutable, el Hombre Roto se quedó mirando a Jia, que supo que el hombre no podía dejarla marchar con vida. Ninguno de ellos podía.

No iba a escapar por donde había venido. Jia se abalanzó a la repisa y tendió una mano hacia Shen el Avaro… que no estaba allí. La pared que bajaba hasta el patio estaba completamente vacía de lunáticos que se creían dioses. Maldiciendo, se dio la vuelta justo a tiempo para ver al Hombre Roto tratando de agarrarla…

Jia le hizo un corte en la muñeca con su daga, se agachó por debajo de su brazo cuando el hombre retrocedió y corrió hacia la única salida que le quedaba…

—¡Guardias! —rugió Liang a sus espaldas. Dos vigilantes irrumpieron por la puerta, la única esperanza de escapatoria de Jia, con las espadas desenvainadas. Sin pensar, se sacó de la armadura la botella de Shen y la arrojó a la cabeza del que tenía más cerca. Lo golpeó como si fuera una campana, y el guardia se tambaleó hacia un lado. Jia se escurrió del arco plateado del mandoble del otro guardia, en cuyo antebrazo hundió su daga, y atrapó la espada que caía.

Giró sobre sus talones, ignorando los alaridos del guardia, y a duras penas desvió —oh, dioses— la hoja de Liang. Esa mujer había matado a docenas de asesinos de la Décima. La familia de Jia. Y el Hombre Roto, protector de la familia, estaba enamorado de ella…

Goteando sangre por su muñeca herida, el Hombre Roto cruzó el dormitorio a la carga. Liang intentó alcanzarla una vez, dos veces, y Jia, bufando de rabia, se movía con el impulso de los golpes, eludiendo por los pelos las hojas de la consejera, girando…

…y, concentrando su furia desconsolada en un solo grito, Jia lanzó tanto la daga como la espada al pecho del Hombre Roto.

Este las apartó del aire de un manotazo y siguió avanzando.

Jia se dio la vuelta y salió corriendo del dormitorio por el pasillo hacia una escalera de caracol. En los escalones de abajo sonaban botas de armadura. La única opción era ir hacia arriba.

Arriba estaba la muerte, lo sabía. Iba a morir, y su familia seguiría sufriendo por las mentiras del Hombre Roto…

Llegó a la cima de la torre iluminada por la luna. Era un lugar de una calma extraña. También era, claro está, un callejón sin salida.

Jia corrió hasta el borde del tejado, jadeando, solo por si acaso alguien había sido tan considerado de instalar una escalera desde que ella había subido. No. Una caída libre hacia el patio allá a lo lejos. Podía bajar hasta la ventana de la consejera y los asideros, pero no con prisas. Y a juzgar por los gritos, los guardias ya casi estaban ahí.

Jia cerró los ojos. Había una historia. Una historia sobre Zei...

Perseguido por los Señores del Fuego, el astuto Zei trepó a lo más alto del cielo. Y cuando ellos se burlaron de él, Zei plantó un beso en la sonrojada mejilla del alba y saltó…

Jia abrió los ojos. A sus espaldas, el acero raspaba la piedra con el avance de los guardias. Quizás nunca pudiera viajar al horizonte como quería, pero podría volar una vez más…

Dio la espalda al precipicio, con el talón al borde del olvido. Al menos veinte guardias la tenían arrinconada en medio círculo de lanzas y espadas refinadas. Veinte soldados con una sonrisita en la cara que tal vez luego irían a hacer daño a su familia.

Suspiró, y se lanzó a la carga.

Una espada intentó cortarle la garganta y ella ya no estaba allí. Una lanza cargó contra su espalda y ella la dejó pasar por detrás antes de agarrar el mango y arrancárselo de las manos al guardia.

Se oyó resonar roble contra acero con los golpes que Jia propinaba con el mango de la lanza a los cascos, y un guardia cayó al suelo, gritando, cuando ella le clavó perfectamente la punta en el muslo a través de un hueco en sus musleras. Jia siguió luchando, sabiendo que iba a perder. La fueron conduciendo hacia el abismo y un golpe afortunado le partió en dos la lanza. Uno de ellos la agarró por detrás, y ella, gruñendo, le hundió la lanza en la parte superior del pie, se escabulló de sus brazos girándose y le incrustó la punta en el pecho.

El mango se astilló. Jia le arrebató la espada al guardia antes de que este cayera de la torre, y se lanzó de lleno contra quienes iban a ser sus asesinos. Cada mandoble de su hoja desviaba varios golpes; cada ataque hallaba carne. Riendo, bailaba y giraba y luchaba sin parar…

Cuando quedaban nueve guardias, uno la derribó con un puño enfundado en un guantelete, y otro le quitó la espada de una patada.

Mareada, vio a luz de la luna la sombra del hacha alzándose sobre su cabeza, y oyó a alguien… alguien subiendo a todo correr por las escaleras…

El Hombre Roto salió del hueco de las escaleras como una exhalación, agarró a dos guardias por el cuello y los tiró torre abajo. Se dio la vuelta y cazó una lanza detrás de su cabeza justo cuando la punta le rozaba la piel. Aplastó con un revés el casco del lancero.

Jia se lanzó a por su espada, recuperándola a tiempo de parar un golpe dirigido a su pecho. Con los nudillos desgarrados goteando sangre, el Hombre Roto se alzó por detrás del desafortunado guardia, lo cogió por la cabeza con sus enormes manos y apretó.

Los cinco guardias restantes, que conocían al Hombre Roto de vista, retrocedieron. Pero Jia sabía que él no les perdonaría la vida. Al igual que ella, eran testigos…

…pero Jia se dio cuenta, frunciendo el ceño, de que el Hombre Roto podía haberla dejado morir.

El hombre al cual el viejo y frágil Shen el Avaro había llamado hijo suyo mató a tres guardias más en cuestión de segundos. A los últimos dos los golpeó entre sí hasta que dejaron de moverse, y los arrojó escaleras abajo.

Se dio la vuelta, chorreando sangre por una docena de heridas.

—Es tu madre —dijo.

Jia se quedó mirándolo sin comprender. El secreto de Shen. Liang y el Hombre Roto llevaban décadas enamorados…

—Y tú eres…

—Sí.

No había intentado hacerle daño. Había intentado detener a Liang, que no la había reconocido.

Jia se dio cuenta de que tenía sus ojos; era la primera vez que pudiera recordar que él la miraba.

—Sabía que él te traería aquí —dijo—. Costara lo que costase.

De haber sido aquello una de las historias que oía de pequeña, se habría arrojado a sus brazos. En lugar de eso, lo abofeteó, y habría dado lo que fuera por no haberlo hecho.

—Lo siento —dijo el gigante de ojos oscuros—. Soy una diana. No podía convertirte a ti en otra.

A su izquierda, un sonido de seda rozando piedra. Liang la Ruda la miraba desde las sombras del hueco de la escalera. Ahora que Jia sabía qué buscar, era indudable que ella y la consejera eran casi idénticas.

Apretando los dientes, Liang la Ruda se giró sin decir palabra y se fue escaleras abajo.

—No te ha visto desde que naciste —dijo el Hombre Roto—. No habría enviado a los guardias a por ti de haber sabido que eras tú.

—No sé si creérmelo —dijo Jia, recordando la furia gélida en los ojos de su madre.

—No la conoces —dijo su padre, pero el descomunal hombre no parecía seguro.

—Y tú sí —dijo Jia inexpresiva.

—Desde que éramos niños luchando por comida en las calles —dijo—. Pero cuando me uní a la Décima y la convertí en mi familia, ella partió sola.

Jia sentía que se le despertaba en el corazón una admiración indeseada. Su madre, a fuerza de ingenio y voluntad, había salido de las calles, consiguiendo los contactos adecuados, convirtiéndose en la consejera, sobreviviendo…

...para convertirse en Liang la Ruda, que perseguía a los niños asesinos de su amante. Jia no podría perdonarla, aunque ella se lo pidiera.

—Deberíamos hablar con ella —dijo el Hombre Roto—. Ahora que te ha visto…

Jia contuvo un suspiro al comprender la situación. Ante todo es leal a Liang, luego a mí, y a la Décima en tercer lugar, pero quiere conservarnos a todos…

—Jamás seremos una familia —dijo—. ¿Lo entiendes? Ella no parará solo porque tú la ames. Esto terminará con su muerte o con las calles teñidas de nuestra sangre, y lo sabes.

—Es tu madre —dijo él.

—No —dijo Jia, poniéndose en cuclillas en el borde del tejado—. Es tu amante. Yo soy huérfana.

Y descendió, dejándolo solo en la torre, rodeado de muertos.


3Es decir, importantes para la Gran Familia que más pagara al consejero.

4Ídem.

5Cuando un contrato requiere un asesinato sutil, el Padrastro Yao manda a un hermano o hermana mayor. Las tías y los tíos solo se envían a una misión cuando debe quedar muy claro que ciertos individuos han disgustado gravemente a la Décima Familia.

6La Décima no se andaba con chiquitas en lo que a competencia se refería en Zhou. O los ladrones, timadores y peristas por cuenta propia pagaban a la familia un porcentaje de sus ganancias, o perdían un porcentaje, generalmente de algo vital.

7Xiansai celebra muchas festividades dedicadas a hacer el ridículo en público, pero ninguna se puede comparar a la depravación absoluta y absurda del Festival anual de Zei, que incluye catorce desfiles diferentes por la ciudad, recreaciones increíblemente vulgares de las numerosas aventuras del dios, y la tradicional avalancha de burlas y bromas que casi siempre acaban haciendo que barrios enteros resulten inhabitables durante semanas.

La huérfana y el joyero

Joyero

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