Capítulo 1

«Antes de mi primer atardecer en Zhou, había sido insultado, despojado de dinero, ropa y dignidad, y dejado por muerto en un charco. Según supe después, tuve suerte de salir tan bien parado». —Abd al-Hazir, Crónicas de Xiansai

Sonriendo al fuerte viento, Jia saltó desde una chimenea y cayó hacia las tejas dentadas del tejado de la casa de juego. Su daga le golpeó suavemente la parte baja de la espalda. Dentro de diez minutos la usaría para matar a un hombre. Dentro de un segundo tendría que pensar en el aterrizaje.

Nada de eso importaba ahora. Estaba volando.

Zhou era un discordante revoltijo de 16 kilómetros de elegantes templos de piedra y tabernas en chabolas, de torres fortificadas y casas de vecindad destartaladas, todo hacinado en la cuna de la cordillera Guozhi. Dado que las avenidas se consideraban un desperdicio de valioso espacio, era más una ciudad de callejones ocultos y sinuosos que de calles y plazas. Ahí abajo podía ocurrirles cualquier cosa a los descuidados, y a menudo así era.

Jia rodó al aterrizar, con su armadura acolchada llevándose la peor parte del impacto en silencio, y en cuestión de medio segundo ya estaba otra vez de pie y corriendo. Aquí arriba podía elegir su propio camino. Nada de callejones sin salida o últimas paradas. Tan solo miles de tejados y libertad en todas direcciones. Podía hacer como si no tuviera obligaciones. Como si fuera libre de ir a cualquier parte.

Las ventanas pasaban fugazmente, con los jugadores de cara avinagrada demasiado ocupados con sus malas manos como para reparar en ella. No obstante, el Hermano Mayor Qiu, sentado junto al hombre al que a ella le habían ordenado matar, sí lo hizo; arqueó una ceja irritado por la temeridad de la chica, y ella saludó alegremente con la mano. Que te descubrieran los miembros de la Décima Familia no contaba como prueba suspendida. Ellos estaban entrenados para ver cosas.

Nueve Grandes Familias gobernaban Zhou, cada una denominada según la industria que controlaba en la ciudad. La Décima Familia no tenía más nombre que su número. Su monopolio era la delincuencia: robo, contrabando, vicio y asesinato.

La familia había criado a Jia desde que esta era una criatura. Y no era la única. La mayoría de niños perdidos y abandonados que sobrevivían en las mortíferas calles de Zhou terminaban tarde o temprano en la metafórica puerta de la Décima. La Décima Familia proporcionaba a estos huérfanos comida, una cama y un entrenamiento útil. Y cuando cumplían los dieciocho, les daban a escoger.

Podían marcharse con una generosa bolsa de oro y elegir su futuro. Había una gran parte del mundo que no era Zhou, y había muchos sitios en los que jóvenes con una educación única podían encontrar una vida feliz.

O bien, podían unirse a la Décima Familia. Y matar.

Jia había elegido esto último, pero quería lo primero. Quería irse, explorar el mundo, pero la Décima estaba siendo atacada. No podía abandonar a su familia.

Saltó desde el borde de la casa de juego hacia la resguardada mampostería del templo de Tong-Shi1. Estaba repleto de espirales de estatuas e intrincados frisos, y para los pies adecuados eran tan útiles como una escalera.

Subió elevándose por encima del mosaico miserable de la ciudad, con sus botas raspando palmas en alto y cabezas inclinadas, pasando los dedos por las parábolas de piedra que mostraban a los cincuenta y nueve dioses nobles de Xiansai seduciéndose, traicionándose y combatiéndose unos a otros. Jia no les prestaba atención. A la Décima no le interesaba la complicada teología de su tierra natal, con una notable excepción.

Jia hizo una pausa ante el friso que describía El primer robo. Una estatua del risueño y pequeño dios Zei corría por el cielo, perseguida por la ira de los cielos.

—El embaucador Zei se deslizó entre los dioses dormidos —les había contado la Hermana Mayor Rou a los huérfanos de la Décima muchos años atrás—. Con manos hábiles y una amplia sonrisa, robó a sus hermanos y hermanas hasta que los bolsillos le tintinearon. Entonces se fue correteando por el negro cielo, cayéndosele joyas en su prisa por escapar. La mayoría se quedaron donde estaban, convirtiéndose en estrellas, pero algunas cayeron centelleando al suelo, rompiéndose en un millón de trozos…

La leyenda decía que Zei fue atrapado y desterrado de los cielos hasta que devolviera hasta la última piedra. Mil historias se iniciaron aquel día, a cuál más ridícula. Xiansai adoraba a cincuenta y nueve dioses, pero solo amaba a uno: Zei, el sonriente embaucador que engañaba a emperadores, seducía a diosas de los ríos y recorría el mundo disfrazado de humilde joyero.

Los pulgares de innumerables huérfanos en busca de fortuna casi habían dejado lisa la cabeza del dios fugitivo de tanto frotarla. Jia deslizó el suyo por aquel cráneo reluciente y descendió por un canalón de piedra hacia la niebla de dulce humo de leña y vapor acre que pendía como un manto sobre Zhou.

Minutos más tarde, se agazapó en el borde de un tejado, a la espera. Li, decimotercer heredero de la gran familia de los Constructores, salió tambaleándose de una taberna ahí abajo, apoyado en una prostituta que no estaría sonriendo de haber sabido qué les había hecho él a seis de sus hermanas. Jia buscó la daga…

…justo cuando seis matones de los Terratenientes salieron de repente del callejón. Li gritó, desenvainó su exquisita espada de duelo con un rápido movimiento argénteo y les tiró a la mujer encima para ganar tiempo. Un Terrateniente la atravesó impacientemente y la empujó a un lado. La mujer se desmoronó, con sus ojos sin vida girándose hacia el cielo.

Jia se quedó inmóvil.

Uno de los Terratenientes se abalanzó. Li apartó la hoja con la suya y abofeteó al aspirante a asesino soltando una carcajada. Los matones se lanzaron al unísono, y Li cedió terreno, sacudiendo su espada para desviar aquellos torpes mandobles. Ninguno de ellos dedicó otra mirada a la mujer desplomada.

Jia se dio cuenta de que había sacado su daga. Se quedó mirándola. Sus entrenadores le habían dicho que se dejaba llevar por sus pasiones. Respiró hondo.

Ella solo estaba allí para una muerte. La mejor estrategia era esperar. Tal vez los Terratenientes mataran a Li por ella. Luego se irían a beber para celebrarlo, y reirían y bailarían, y la mujer seguiría muerta.

Jia suspiró y descendió de un salto al tumulto de allá abajo.

* * *

En el nivel más bajo de la Morada Cambiante2, el Padrastro Yao depositó cuidadosamente una taza de té humeante ante Jia.

—Bebe —fue lo único que dijo.

Era un líquido oscuro en una sencilla taza de porcelana. Se rumoreaba que el té tenía un leve (y fugaz) sabor de canela para quienes no habían superado su prueba. Era un rumor absurdo. Nadie que fallara podía salir con vida del despacho del Padrastro.

Exhaló bruscamente y tragó. Sabía a canela.

—Lo que has hecho ha sido una estupidez —dijo el Padrastro Yao, juntando las manos sobre su considerable barriga—. Han muerto siete hombres. Yo solo pedí uno.

A pesar de su aspecto, Yao no era un hombre blando; Jia había visto cómo le rompía la espalda a uno de los vigilantes de Liang la Ruda de un solo golpe. El Padrastro solo estaba por detrás del líder de la Décima, el adusto y silencioso Hombre Roto. Jia puso las manos en el escritorio, entre ella y Yao, para poder ver si le temblaban.

—Esa mujer… —dijo, sabiendo que los observadores le habían contado todo a Yao—. Podría haberla salvado antes de que Li la asesinara como a las demás, y los Terratenientes la mataron porque sí.

—Fue uno el que lo hizo —la corrigió el Padrastro Yao.

—Los otros no lo castigaron. Apenas se fijaron.

—No —dijo el Padastro Yao, entornando los ojos—. Pero ellos no eran tu misión.

—Hice lo que… —comenzó a decir. El Padrastro Yao dio una palmada en la mesa.

—¡Ellos no eran tu misión!

—¡Me da igual! —exclamó Jia—. ¡Las Grandes Familias hacen la guerra en las calles como si fuera un juego! La mujer trabajaba para nosotros, Padrastro. ¡Era de la familia, y la mataron!

El Padrastro Yao juntó las manos.

—Y por eso —dijo, ya sin ningún rastro de furia—, te metiste en medio de una lucha a espadas con solo una daga y mataste a siete hombres.

—Seis —dijo ella—. Li tropezó con el cadáver de uno de los Terratenientes y se rompió el cuello.

—Asombroso —dijo Yao—. Pero imprudente. Había muchos testigos.

Jia sintió que una mano pétrea le asía el corazón. Que te vieran en tu primera misión era un fracaso, fueran cuales fueran las circunstancias. El fracaso significaba que el té que acababa de beber era veneno.

—Pero, de algún modo, ninguno te vio —dijo el Padrastro Yao, sonriente—. Enhorabuena, hermanita.

Jia se derritió en su silla, mareada por el alivio.

—Gracias, Padrastro.

—Y si alguna vez vuelves a ser tan descuidada, "castigo" será un término demasiado suave para lo que te sucederá. Debes entender que estamos en guerra con Liang la Ruda, y que cada soldado cuenta…

Jia se enderezó mientras Yao hablaba de obligaciones, distraída por… algo extraño. El despacho del Padrastro era una habitación pequeña pero lujosa, con el escritorio entre ambos, un armario y una puerta en la pared de la izquierda que llevaba al aposento privado del Padrastro. Habría jurado que había notado una corriente de aire…

Parpadeó. Un anciano huesudo de ropa raída y sandalias gastadas salió arrastrando los pies por la puerta, olfateando el aire, con su barba rala temblorosa. Se fijó en Jia y cruzó la sala hacia el armario, relamiéndose en silencio. Tras seleccionar una taza de té especialmente elegante, inspeccionó la habitación con el leve desconcierto de un invitado que se pregunta dónde guarda el azúcar su anfitrión.

Jia alternaba miradas al Padrastro Yao y al anciano. ¿Se suponía que debía ignorarlo? ¿Levantarse a saludarlo? ¿Era aquello otra prueba? ¿Lo estaba haciendo mal?

El rostro del Padrastro Yao denotó una expresión de fastidio.

—¿Se puede saber qué diablos miras? —dijo, dándose la vuelta. Se quedó boquiabierto al ver a aquel vetusto intruso sirviéndose alegremente terrones de veneno cristalizado en una taza de té.

—¡Guardias!


1Tong-Shi es el dios padre del panteón de Xiansai. Se cree que es omnipresente pero no omnisciente; por ello se lo suele representar con una expresión un tanto abrumada.

2La Morada Cambiante es el bastión de la Décima Familia y se rumorea que se teletransporta por toda la ciudad. En realidad, la Décima usa muchas "Moradas Cambiantes", pero fomenta y adorna los rumores siempre que puede.

La huérfana y el joyero

Joyero

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