Bellik estaba en la ventana observando.

Antaño habría considerado bonita a la mujer, cuando aún se preocupaba de tales cosas. Ahora solo veía a un heraldo de la fatalidad. Era algo más que sabido: allá donde van los cazadores de demonios, la muerte les sigue.

Los adultos del pueblo se habían resguardado, pero los niños... los niños se habían quedado fuera y se posicionaban para atacar. Bellik volvió a recordar las palabras del herrero...

Mi hijo me ha hecho esto.

¿Qué clase de locura se cernía sobre el mundo para convertir en carniceros a los niños? Y aquella mujer... la cazadora de demonios, seguro que los mataría.

Una repentina nube de humo estalló procedente de los pies de la mujer y se extendió inmediatamente, ocultándola de la vista. Un instante después, una pequeña forma se dejó caer en la neblina procedente del mirador que estaba sobre el punto de observación de Bellik. Mientras la nube empezaba a disiparse, una hachuela voló de un lado a otro y no acertó de milagro al niño que acababa de saltar.

Bellik giró la cabeza para ver a una figura alzarse a varios metros de distancia en la oscura niebla que se desvanecía. Era ella. El humo había sido una maniobra de distracción de la cazadora. Esta giró la muñeca y un niño pelirrojo, probablemente el chico de los Travers, pensó Bellik, se dio una palmada en la nuca como si le hubiesen mordido.

Bellik se puso firme.

¡Los está matando!

El hijo del herrero, Kyndal, corrió hacia delante, con los ojos saltones y la baba cayendo de su boca abierta. Esgrimió el martillo en un amplio arco. La cazadora de demonios se acercó, agarró al chico de la muñeca y aprovechó su giro para darle la vuelta y lanzarlo por los aires contra otro chico que Bellik no reconoció y que trataba de desenvainar una espada que era más grande que él.

El chico cayo redondo de espaldas. La cazadora de demonios cogió el martillo y asestó un golpe desde abajo, que alcanzó de lleno la base de la mandíbula de Kyndal. Los dientes salieron volando. La mujer se hizo a un lado y Kyndal cayó boca abajo, desmayado. A poca distancia, el chico de los Travers, que aún tenía la mano en la nuca, se desplomó.

La mano de la cazadora de demonios volvió a girar en dirección al niño que había bajado del mirador. Al igual que le ocurrió con el muchacho que llevaba la espada, Bellik no reconoció al chico. ¿Serían visitantes de Holbrook?

Bellik apretó los puños. Fuera, dos niñas corrían hacia la mujer, Sahmantha Halstaff, que brincaba hacia delante como si jugase a la pelota, esgrimiendo una daga ensangrentada y Bri Tunis, que levantaba una pesada piedra sobre su cabeza.

Bellik había visto acróbatas de la lejana tierra de Entsteig hacía muchos años en Caldeum. Daban saltos mortales y volteretas, de frente y de lado, con una facilidad que era simplemente increíble. El sanador se acordó de ellos mientras miraba cómo la mujer saltaba hacia delante, se encogía y giraba haciéndose un ovillo, sin que pareciese molestarle la malla de placas de agudos bordes que llevaba puesta. Aterrizó detrás de Sahmantha. Era un torbellino de movimiento casi demasiado rápido para el ojo, pero, lo más sorprendente de todo, fue que tras el paso de la cazadora de demonios, Sahmantha quedó atada con una fina cuerda.

No muy lejos, el extraño que había saltado del mirador se derrumbó como lo hiciese el chico de los Travers.

¡Ya basta!

Bellik corrió hacia la puerta y la abrió mientras la cazadora de demonios dio u giro para colocar a Sahmantha junto a Bri. Sus movimientos eran imposiblemente rápidos y sus brazos se agitaban como una bandera en medio de un vendaval. Al terminar, las dos chicas estaban atadas.

El hermano de Sahmantha, el pequeño Ralyn, gateaba hacia delante en lo que parecía un intento de clavar los dientes en la pierna de la cazadora de demonios. Lo levantó, sacó su daga...

—¡No! —gritó Bellik.

... Y la deslizó por la parte de atrás de la camisa del bebé para colocarla en una viga cercana, dejando al niño pateando y sacudiéndose de forma inofensiva. Se dio la vuelta y caminó hacia Bellik.

—Los niños —resolló.

—Están vivos. He usado dardos sedantes. Están a salvo, por ahora, y solo con tu ayuda seguirán así.

Bellik aflojó los puños. Sus hombros se relajaron aliviados.

—¿Sorprendido? —preguntó Valla.

—Se dice que algunos de vosotros... —Bellik miró al suelo.

—Dilo —increpó Valla desafiante.

Bellik reunió coraje.

—Que no sois mejores que los demonios. Que vuestros ojos brillan con el fuego infernal. Que allá donde vais, la muerte os sigue.

Valla se acercó a Bellik, que se tambaleó hacia atrás.

—Se dice que cuando un demonio mira en tu interior, sanador, en los más profundos recodos de tu mente, tú también puedes mirar en la suya si sabes cómo hacerlo. Y entonces solo ves venganza. Solo la caza. Y tus ojos brillan con esa obsesión.

El labio inferior de Bellik se estremeció.

—Tus ojos... no arden.

El semblante de Valla se suavizó.

—No. Yo vivo para algo más que la venganza. —Valla se giró—. Ahora necesito un lugar donde retener a los niños. Por separado.

El sanador pensó un momento.

—Solo tenemos un calabozo... pero hay establos para las bestias de carga. Seguro que servirán.

Odio y disciplina

Cazadora de demonios

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