Así que partió. El sol había pasado su cénit, pero el calor persistía y solo parecía empeorar. A pesar de ello, comenzó su ascenso para llegar a la cima con mucho tiempo de luz por delante y para pasar su última noche de oraciones y meditación más cerca de los dioses. No pensó mucho en el agua, pues la ruta que había dibujado lo mantendría cerca del arroyuelo que alimentaba la laguna de su campamento.

Gachev no dejaba pasar ninguna oportunidad para decirle que había partido sin prepararse.

Al principio Mikulov confiaba en que el agua seguiría siendo accesible según escalara, pero inevitablemente el calor y sus esfuerzos hacían que la lengua se le hinchara de sed. Sintió la tentación de volver, pero al mirar atrás y ver que estaba mucho más cerca de la cima que del campamento, siguió adelante.

—Es ridículo tanto esfuerzo.

Mikulov, su aliento ya jadeante, hizo caso omiso de su acompañante indeseado.

—Te apresuras a llegar a ninguna parte, solo a una muerte temprana.

Cada roca trataba de retorcer el tobillo de Mikulov, cada grieta intentaba atraparle un pie para dejarlo cojo.

—No ofreces a los dioses más que entretenimiento.

Mikulov estaba tan debilitado por el sol y su agotamiento que temió sucumbir a los peligros del terreno. Si se rompiera un hueso, se vería obligado a usar su mantra de sanación de forma prematura, y quedaría desamparado en un momento de mayor necesidad.

—Los mil y un dioses carecen de poder.

Al oír ese insulto imperdonable, Mikulov sintió el impulso de descargar su rabia, pero recordó otra de la letanía de admoniciones de Vedenin: Los dioses están en todas las cosas, tanto físicas como espirituales. En ese caso, también debían de estar en la furia de Mikulov, que le proporcionó energías renovadas para gritarle a Gachev. Era una energía que debía canalizar y utilizar, no desperdiciar con un espectro. No te tragues la rabia ni la apartes a un lado. Siéntela. Utilízala.

Con una nueva fuente a la que recurrir, Mikulov continuó su ascenso.

Alcanzó la cumbre cuando caía la noche, un promontorio que terminaba en un acantilado. Estaba tan enervado que no perdió tiempo en buscar un sitio para descansar. Guiñando unos que escocían con un fuego ardiente, se arrastró alejándose del borde hasta que estuvo seguro de que no se caería, y se desplomó sobre la rocosa superficie.

***

Despertó en una fría oscuridad. El entumecimiento de sus articulaciones le indicó que no se había movido. Necesitó varios intentos para abrir los ojos, y cuando lo consiguió vio a Gachev sentado en una roca cercana, moviendo la cabeza en un silencio afectado. Cuando la luz del alba trajo un azul claro al horizonte del este, Mikulov trató de levantarse, pero no pudo. Dormir no había supuesto una gran diferencia. Estaba exhausto. Mikulov se quedó tumbado bajo el cielo y meditó sobre sus circunstancias. El sol pronto coronaría el horizonte, pero él no sentía nada, separado de su cuerpo. Extrañamente, ni siquiera sentía el familiar impulso matutino de hacer sus necesidades. Lo consideró una mala señal. Su cuerpo carecía del agua necesaria para sobrevivir en las montañas; no había logrado preparase para estas condiciones extremas. Sus pensamientos fueron un eco de la maldición de Vedenin: Fracasarás antes siquiera de empezar. Mikulov añadió su propia imprecación silenciosa.

—Sí —asintió Gachev, pronunciando las palabras de la mente de Mikulov—. Eres un idiota.

Una vez más llegó la rabia. Quiere que fracase, pensó Mikulov, pero de nuevo controló su furia. A pesar del dolor de su cuerpo, Mikulov usó la rabia para levantarse. Al ponerse en pie, los primeros rayos del amanecer tocaron su frente.

Se detuvo mientras se le pasaba el mareo, miró hacia abajo y vio el papel doblado en su mano. Había estado a salvo en el bolsillo de su túnica durante siete días, y no recordaba haberlo sacado. Sus dedos temblaron cuando intentó introducirlos debajo del doblez del sello. Se sintió avergonzado por el esfuerzo necesario para romper el trozo de cera. Cerró los ojos un momento y luego extendió el papel para leer su contenido.

Dentro.

De repente, Mikulov estaba demasiado cansado para sentir enfado. ¿El papel solo contenía una palabra? ¿Qué clase de tontería era aquella? "Dentro" no era una instrucción; era un error. Sus maestros se habían equivocado, confundiendo quizás lo que debían darle con una orden más prosaica para otro muchacho a su servicio. En ese preciso momento, uno de los demás huérfanos, esperando encontrar indicaciones para sus tareas diarias, quizás estuviera maravillándose ante las instrucciones meticulosas para la prueba en la naturaleza de Mikulov. La idea era tan absurda que resultaba cómica. Amenazó con hundirlo, dejándolo frenético y desconcertado en la cima de la montaña. Mikulov reprimió el duro júbilo que surgió en su interior. Su risa solo daría satisfacción a Gachev.

No se atrevió a afrontar a los dioses. El mensaje no podía haberle llegado por error. Se devanó los sesos para ver cómo esa palabra podía encajar en sus circunstancias. Tenía que haber algo que había pasado por alto.

Dentro.

Mientras su mente daba forma a la pregunta ¿Dentro de qué? la mirada de Mikulov se posó sobre lo que parecía la entrada de una cueva. Se abría en la roca a medio centenar de pasos, en la ladera contraria a la que había escalado. Sobresaliendo de la cara de la pendiente, cubierta por un arco intrincadamente elaborado de no más de un brazo de anchura, la boca de la cueva lo llamaba.

Dentro.

¿Cómo podían saber sus maestros que escalaría esa montaña? No le habían dado instrucciones sobre en qué dirección caminar. Solo el instinto lo había guiado.

Las palabras de Vedenin en la juventud de Mikulov aparecieron en su mente sin invitación. Lo que consideras instinto es en realidad la indicación divina de los dioses. ¿Habían estado sus viajes dirigidos por una comunicación que había oído sin saberlo? En ese caso, era de suponer que también sus maestros habían sido guiados de este modo, preparando ese mensaje de una sola palabra sin saber, cuando el momento llegara, qué significaría para el novicio sometido a la prueba.

El portal no ofrecía respuestas. Los rayos de la mañana, bajando por la pendiente a sus pies, calentaron rápidamente la roca circundante. Vio que ese día sería todavía más intenso, más abrasador que el anterior. Ya fuera el lugar designado por los dioses para su prueba o solo una casualidad, Mikulov sabía que la cueva al menos le ofrecería protección contra el calor.

Con el agotamiento y la voluntad batallando en sus músculos exhaustos, Mikulov bajó tambaleándose con torpeza. La gravedad, más que la intención, lo llevó hasta el portal. Sin saber nada de lo que yacía en la oscuridad, Mikulov entró dando tumbos y dejó que esta lo rodeara. Dentro.

Solo vagamente se preguntó por qué Gachev se quedaba atrás.

***

Según descendía, la impresión que le daban sus alrededores era de algo inconcebible; esas estancias no podían existir. Que hubieran sido excavadas —no, talladas de forma intrincada en las tripas de la montaña— ya resultaba difícil de imaginar, pero el hecho de que aún fuera capaz de ver, muy por debajo de la superficie, era todavía más difícil. Al principio, siguiendo el descenso de la basta escalera, supuso que la luz del día se filtraba hasta él, aunque después de bajar lo que debieron de ser cien pasos, supo que aquello era imposible. Hasta la fiera luz del sol de la cumbre era demasiado débil para penetrar hasta allí, y pozos ocultos o grietas invisibles en la roca no podían explicar esa iluminación. Por fin, un largo pasillo nivelado se abrió ante él, y Mikulov comprendió que lo que sus ojos contemplaban era totalmente distinto a todas esas nociones, aunque igual de imposible: las propias paredes contenían un suave brillo que bombeaba en su interior.

¿Qué es esto? se preguntó Mikulov. Estudió la piedra de las paredes que lo rodeaban. Ciertamente, la luz fluía como si fuera sangre. La iluminación se movía a un ritmo constante, pulsaciones que seguían los latidos de su propio corazón.

¿En qué infierno me he metido alegremente?

Mikulov se preguntó si lo que había presenciado hasta entonces coincidía con lo que sabía sobre el comportamiento de los dioses. Sé que los dioses nos hablan mediante señales, tanto en la naturaleza como en las obras de los hombres. Es más, los dioses están en todas las cosas, pensó, y la luz dentro de la piedra casi parecía gritar que era obra de los dioses. Por tanto, esos escalones, ese pasillo —claramente excavado por hombres— había de ser una manifestación de la voluntad de los dioses. Al no ver nada que lo contradijera, Mikulov se detuvo un momento a considerar su mensaje.

Era difícil concentrarse; la sed no dejaba de entrometerse en sus pensamientos, y aunque permanecía inmóvil, los músculos de sus muslos temblaban por la tensión. Las privaciones que había soportado durante siete días y siete noches habían causado profundos estragos en su cuerpo, y por tanto también en su mente. Incluso cuando realizaba tremendos esfuerzos por suprimir su incomodidad, seguía sin poder concentrarse.

Sus pensamientos volvieron a Gachev, y Mikulov se preguntó por fin por qué el muchacho no lo había seguido en su descenso. Cuanto más se animaba a meditar sobre el mensaje de los dioses, más parecía interferir Gachev en su concentración. El muchacho había anticipado, saboreado incluso, la decepción de Mikulov durante días, así que ¿cómo podía ahora dejar pasar la ocasión de regodearse en la confusión y el inminente fracaso del novicio?

Mikulov elevó el rostro hacia la mínima luz parpadeante en la cima de las escaleras que acababa de bajar. Estirando el cuello para ver más allá de los salientes de roca, Mikulov vio a su torturador. El muchacho mayor se erguía solemne, observándolo en silencio. Ni pullas, ni burlas, ni provocaciones. Solo callada vigilia. Gachev parecía defender las escaleras ante cualquier cosa que pudiera seguir a Mikulov hacia su perdición.

¿O bloqueaba el ascenso de Mikulov de vuelta al aire fresco y la luz del día?

Viendo a Gachev tan lejano en las alturas, viendo cuánto se había adentrado en las oscuras profundidades de la montaña, Mikulov sintió miedo. Le hizo gestos a Gachev. Señalando hacia delante, hacia las sombras de la estancia, indicó al muchacho mayor que lo siguiera.

Gachev se quedó donde estaba. Solo negó con la cabeza. —Esta prueba es tuya —sus palabras cayeron sobre Mikulov como una lluvia pesada y fría—. No seguiré adelante.

Con un nudo formándosele en la garganta, Mikulov se dio la vuelta hacia la estancia. Se concentró de nuevo en la luz que parecía viva en las paredes. El ritmo de las pulsaciones, aunque suave, le llegaba en forma de sonido, no solo de visión. Al estudiar esto, Mikulov vio y oyó cómo los latidos indicaban una dirección hacia las sombras al final del corredor. Aunque no era la señal que esperaba, distinguió lo que era: una clara sugerencia de que avanzara. Mikulov obligó a sus miembros a ponerse en acción y caminó con dificultad hacia la oscuridad a la que lo impulsaba la luz en movimiento.

Supuso que lo esperaba un laberinto, o una siniestra necrópolis que se alzaría para tragárselo, pero Mikulov no tardó en encontrarse en la entrada de una cámara vacía pavimentada con bloques de piedra. Aunque la sala, tan dentro de la montaña, no tenía otra puerta, brillaba con una luz nacarada de una inmensa gama de colores, todos ellos teñidos de rojo. La sala contenía la muestra más asombrosa de sutiles tonos de un solo color, rojos que Mikulov nunca había visto o imaginado, contrastados y enfatizados por brotes ocasionales del liquen verde que crecía entre las piedras. El color difuminaba la luz, cuyo latido ardiente palpitaba ahora desde las paredes.

Hermanos de armas

Joyero

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