Los dioses te concederán lo que necesites cuando lo necesites. Tu deber es simple: concentrarte en el instante elegido por los dioses.

***

Los detalles sobre la composición de las pruebas a los iniciados se contaban entre los secretos mejor guardados del monasterio. Los que fracasaban eran expulsados de inmediato, pero los pocos que tenían éxito permanecían recluidos en estudio diligente, a menudo durante décadas, ya inaccesibles a la curiosidad de sus compañeros más jóvenes.

Aun así, emergían rumores sobre reglas generales.

Junto a una única arma de su elección (en el caso de Mikulov, la elección estaba clara; había de ser la daga de puño) a los iniciados se les concedía un mantra, inscrito en un pergamino por los maestros, para que lo llevaran consigo. Podía ser de la naturaleza que quisieran. Por mucho que lo intentara, Mikulov no lograba decidir cuál elegiría. Cada noche daba vueltas y se devanaba los sesos en la búsqueda de la huidiza respuesta.

¿Qué será esencial para mi supervivencia?

Al final, la elección fue tomada  no por un razonamiento, sino por miedo.

Cuando se plantó ante la reunión de los maestros del Monasterio Suspendido, le ofrecieron una enorme variedad de pergaminos. Como el sol no había salido aún, los pergaminos brillaban a la luz de las antorchas. Algunos eran voluminosos; otros eran poco más grandes que su dedo meñique; unos cuantos estaban atados con ornamentos y sellados con intrincadas insignias.

—El propósito de tu prueba —dijo Vedenin (y naturalmente fue Vedenin quien se dirigió a él)— es demostrar tu capacidad de someter tu mente, tu arma y tu espíritu a la voluntad de los dioses. Para alejarte de tu propio altar e inclinarte ante el suyo. —La sonrisilla de su rostro en apariencia benigno revelaba la escasa fe que tenía en el novicio.

Cuando Mikulov dudó, sintió el juicio de los maestros desde dentro de los muros, y desde fuera, incertidumbres y peligros físicos que lo acechaban. Su vacilación dio paso a lo que en ese momento se convirtió en una elección obvia: el mantra de curación.

***

Con el pergamino enrollado, le entregaron una hoja de papel doblada, sellada con una impresión del emblema del monasterio en cera. Su directriz era clara: abrir el papel dentro de siete días, tras una semana de rezo y meditación durante la cual debía prepararse. Solo al amanecer del octavo día debía romper el sello de cera y recibir nuevas instrucciones.

Al alba, Mikulov salió del santuario. De forma instintiva, caminó hacia el este, adentrándose en las montañas que rodeaban Ivgorod. Solo llevaba el pergamino y el papel doblado, y a la cadera, la daga de puño en su vaina. No tenía comida porque debía ser una semana de ayuno, ni agua, porque alguien que no podía encontrar formas de saciar su sed nunca podía aspirar a lograr la sabiduría exigida a los monjes del Monasterio Suspendido.

Si era incapaz de localizar agua en la primera semana de su prueba, así serían las cosas. Habría fracasado, y muerto, antes de oír siquiera las voces de los dioses, no digamos ya intentar cumplir su voluntad.

***

La semana comenzó en calma y tranquilidad. Mikulov hizo del agua su principal prioridad, así que viajó hacia una cresta de encrespadas colinas que había visto durante años desde la ventana de su dormitorio, una cordillera que acababa por encontrarse con las Montañas Kohl al sur. Confiaba en poder encontrar un arroyo en la base, aunque no tenía más motivos para estar seguro que el hecho de que el agua siempre baja por las colinas.

Podía oír a los maestros diciéndole que a menudo los dioses hablaban así, mediante la mezcla de conocimiento, instinto e intuición que era el método de pensamiento del adepto. Su confianza obtuvo recompensa: en la base de la cordillera había un lago de aguas oscuras pero limpias, alimentado por un riachuelo que descendía entre rocas enormes. Mostrando obediencia en dirección al regalo, Mikulov tomó un largo trago para refrescarse tras un largo día de camino y para hidratarse en vistas a la semana que le esperaba. Estaba feliz por haber hecho el descubrimiento tan pronto, pues sabía que seguramente era el más importante de su prueba; en el abrasador calor del verano, el agua era su necesidad esencial.

Decidió buscar un refugio cerca del agua, ya que permanecer cerca de la fuente de la generosidad de los dioses parecía acorde con un corazón agradecido.

Sabía que en las montañas la oscuridad caía con rapidez, y pronto encontró un trozo de terreno menos duro que el resto, bajo un saliente de roca. También reconoció estas cosas como regalos, y dio gracias antes de acostarse.

Al despertar, estableció la rutina que seguiría los seis días siguientes. Fue al lago y se lavó de la caminata del día anterior. Era el mes más caluroso del año, cuando incluso las noches resultaban tremendamente incómodas. Sudaría sin hacer ningún esfuerzo, y Mikulov quería acercarse a los dioses cada día limpio e inmaculado. Ante la más leve indicación de luz, se metió en el agua y se sumergió. Contuvo la respiración todo el tiempo que pudo, rezando siempre a los dioses para ser digno de ellos. Se bañó y repitió las oraciones con cada sucesivo amanecer.

Esperaba que los días pasaran en calma y silencio contemplativo. Se sentía totalmente tranquilo y en paz completa, no habiendo visto obstáculos que superar ni depredadores que vencer. En la quietud de su tiempo a solas no dijo una palabra.

Pero la semana no fue en absoluto tranquila, pues Gachev vino a visitarlo, y Gachev fue, como siempre había sido, ruidoso.

El cuarto día, cuando el sol estaba en su cénit y la temperatura era brutalmente elevada, su compañero huérfano le habló por vez primera. Mikulov había hecho su costumbre quedarse cerca de su lugar de descanso, pues el saliente le proporcionaba muchas horas de sombra, incluso con el sol en su cúspide, cerca de un suministro abundante de agua. Sabía que cuanto más tiempo pasara bajo la luz directa del sol, más energía perdería. Solo salía de las sombras cuando era necesario para acercarse al lago y recuperar el agua que había perdido al calor del día y la noche. A pesar de sus precauciones, pronto empezó a sentir los efectos de una lenta deshidratación.

Fue en el primer momento de aprensión de Mikulov, aproximándose a la duda, cuando la voz burlona le habló.

—¿Qué te hace pensar que tendrás éxito donde yo fracasé?

Mikulov abrió los ojos y observó desde las sombras. Frente a su campamento, extendido directamente bajo el sol, yacía Gachev, vestido con las ropas que llevara el día en que abandonó el monasterio. No parecía distinto. ¿Cómo, después de tantos meses en las montañas, podía la túnica de Gachev no estar harapienta, ni su piel sucia y descarnada? Pero estaba recostado tranquilamente, como si el calor abrasador lo relajara, y contemplaba a Mikulov con indiferencia. —Mi primer día aquí también me sentí desgraciado, seguro de no volver a experimentar otro instante de alegría. Pero ver a otros insensatos intentando sobrevivir a estas semanas infernales en la espesura me enseñó a reír de nuevo. —Alzando una ceja, como consternado, estudió a Mikulov—. Con entusiasmo —añadió.

Mikulov estaba tan sorprendido que casi habló en voz alta.

No estaba sujeto a ningún voto de silencio, aunque se suponía que solo en silencio permitirían los dioses que se les oyera. Así pues, a pesar de la mofa, Mikulov frenó su lengua. Se limitó a observar a Gachev a través del sudor que le picaba en los ojos a aquel muchacho que debería estar muerto.

¿Muchacho o aparición? Dados su aspecto sin cambios y su sigilosa llegada, Mikulov barajó que Gachev podría ser producto de su imaginación, un espejismo invocado por el calor y la soledad.

Cuando Gachev volvió a hablar, su voz había perdido su filo burlón y sus palabras tocaron un miedo tan bien escondido que conmocionaron a Mikulov. Hablando con monotonía, Gachev dijo: —Ninguno de nosotros triunfa. Ningún novicio ha logrado superar su prueba. Ninguno lo hará.

***

Los días de hambre se tornaron rápidamente en días de duda desgarradora, cada sensación empeorada por los comentarios irónicos de Gachev. Las implicaciones de lo que Gachev decía, y lo decía repetidas veces, alimentaban un deseo creciente de romper el sello y comenzar su prueba antes de tiempo, o incluso de romper el papel doblado, sin abrirlo, en mil pedazos. Mikulov empezó a aventurarse más lejos de su refugio de roca y del lago, pero Gachev siempre estaba cerca, riéndose sin alegría de los esfuerzos del otro muchacho por mantener su vigilia.

Con el paso de los días, las burlas y preguntas generaron teorías ciertamente plausibles. Los maestros del Monasterio Suspendido nunca ascendían a nadie de entre las filas más jóvenes y rebeldes; los acólitos nunca llegaban a ser monjes. Los maestros eran, a fin de cuentas, excesivamente selectivos a la hora de elegir a qué monjes aceptaban. Cuando los sumisos acólitos completaban sus estudios, servían simplemente de mano de obra gratuita hasta que daban demasiados problemas, momento en el cual los enviaban a pruebas mortales para ser sustituidos por una nueva generación de devotos crédulos. ¿Era así como el Monasterio Suspendido había sobrevivido a través de los siglos?

Mikulov comprendió que sus miedos habían tomado el control, haciendo que su mente viera portentos y ardides que no existían. Intentó refutar la duda recordando a algún huérfano que hubiera regresado victorioso de su prueba, pero no pudo. Se decía que los que triunfaban eran separados de sus antiguos compañeros para eliminar la más mínima distracción de los estudios superiores, que debían ser su recompensa en los años venideros.

Las insinuaciones de Gachev tenían sentido.

—Eres un idiota, Mikulov —decía—. Eres orgulloso, impulsivo y débil. Tus actos aquí fuera no te convertirán en monje. Solo te llevarán a la tumba anónima que compartirás con tus hermanos.

El ominoso pronunciamiento le recordó las incontables predicciones funestas de Vedenin de que los actos de Mikulov traerían el oprobio para él y los demás novicios. Ahora como entonces, Mikulov decidió creer lo contrario, contemplando una vez más el aspecto inmaculado de Gachev y el eco de las palabras de su despiadado maestro. Juntas, sus exhortaciones ponían nombre al terror que albergaba Mikulov: no a la muerte, sino a la vergüenza ante la muerte. El chico que quería ser monje decidió que Gachev era producto de su imaginación, un compañero ilusorio que le recordaba su soledad en esta semana de preparación en las montañas.

Sus burlas son la voz de mis propios miedos.

Así pues, el último día, cada vez que Gachev abría la boca, Mikulov endurecía su corazón contra él. Gachev se burlaba de sus esfuerzos, pero Mikulov se decía que el muchacho no era más que una quimera nacida del sudor, el dolor y la duda no disipada. Al séptimo día de su prueba, Mikulov había convertido a Gachev en irreal.

Pero entonces el muchacho le salvó la vida.

***

Cuanto más anticipaba Mikulov la mañana siguiente, cuando rompería el sello de cera y recibiría sus instrucciones, más deseaba aferrarse a su destino en el primer momento posible. Recibiría el día desde la cumbre misma de la montaña, donde el alba despuntaría  antes que abajo. Aunque sería un viaje arduo por una pendiente pedregosa, el reto parecía valer la pena, aunque fuera para dar fin a su agonía unos minutos antes.

Hermanos de armas

Joyero

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