Dolor, sé bienvenido en mi hogar. No vivirás aquí mucho tiempo, pero mientras estés conmigo te recibo como un invitado de honor. Encontrarás paz en esta casa, pero solo hasta que complete mi tarea, y en ese momento deberás irte. Pero, hasta que llegue ese momento, te recibo como a un viejo amigo.
Con chorros de sudor bajando por su cara, el joven novicio recitó las palabras mentalmente y luchó contra la distracción del dolor que surgía del punto donde sus rodillas se clavaban en la piedra firme. El dolor palpitante parecía abarcar todo su mundo, aumentando en intensidad y propagándose hacia arriba, pero se esforzó en apartarlo de su consciencia. Quejándose no conseguiría nada; es más, le impediría llevar a cabo su tarea. Estar arrodillado durante horas sobre la implacable superficie le había producido un dolor tan intolerable que casi no podía reconocer su prueba, no digamos ya superarla. Si esa sensación incesante era lo que se interponía en su camino, entonces tendría que alterar su percepción de la misma. Solo entregándose al dolor podría sobrepasarlo.
Ya habría fracasado, lamentó el novicio, si los maestros pudieran leer mis pensamientos. Los monjes de Ivgorod tenían un control legendario sobre sus cuerpos, y en momentos de estrés sus mentes trascendían del mundo físico para entrar en un estado superior. Le decían que debía vaciar su mente, no solo para alcanzar su meta, sino para oír a los dioses cuando estos hablaran. Se comunicaban con todos los que escucharan, usando el viento, la lluvia, los ríos, la vida salvaje y, en el caso de Ytar, hasta el fuego como voz.
Pero ahora lo único que hablaba en esa cámara enorme y oscura era el pálpito de los oídos de Mikulov, acompasado con el dolor de sus rodillas. En cualquier caso, esas sensaciones parejas y las perlas de sudor de su frente eran señales de que su cuerpo y su mente estaban en una armonía imperfecta. Mikulov se obligó a calmarse de nuevo.
Dolor, sé bienvenido…
Con una mueca, temió que nunca pudiera superarlo. ¿Cómo se podía dar la bienvenida a algo prácticamente insoportable? Había sido un insensato al pensar que podría, como había sido un insensato al entrar en la cámara viendo que no tenía salida…
***
En el Monasterio Suspendido, hogar de los legendarios monjes de Ivgorod, situado en el continente occidental de Santuario, en las montañas que bordeaban el bosque de Gorgorra, los niños crecían en una soledad infinita. Fueran cuales fuesen sus motivos para estar allí, todos conocían el ansia intensa de una familia. El deseo los unía, enseñándoles a valorar sus parecidos. Un único deseo los unificaba: la esperanza de, algún día, convertirse en nuevos miembros de la orden. Los que mostraban una aptitud insuficiente para el estudio sufrían un duro despertar cuando se les indicaba que abandonaran el monasterio, pero se les ofrecía una última oportunidad: superar un desafío físico, demostrando un talento antes invisible para la instrucción y ganándose así el derecho a regresar, o ser abandonados por el monasterio para siempre.
Gachev, un chico de más edad, había atormentado a Mikulov durante años, hasta que su terquedad y su indiferencia a la disciplina del monasterio provocaron por fin que los monjes lo pusieran a prueba. El tiempo era brutalmente frío el día en que se le ordenó enfrentarse a su desafío, y las provisiones de Gachev eran escasas. El gesto de miedo abyecto del rostro del joven le dijo a Mikulov que no esperara su regreso. Y nadie de la orden había vuelto a saber nada de Gachev. Al principio, la expulsión de Gachev había causado alegría a Mikulov, hasta que se dio cuenta de que también él cuestionaba a la autoridad y que también él se enfrentaría probablemente a un desafío similar.
Mientras el gran portal del monasterio había permanecido abierto y la silueta de Gachev se había empequeñecido en la baldía distancia, Mikulov había observado el rostro arrugado del viejo maestro Vedenin. La antigua túnica del monje, su barba larga y blanca y su cabeza afeitada lo hacían casi indistinguible de sus hermanos. Lo que diferenciaba a Vedenin, en una orden conocida por su tranquilidad, era su dureza. Su vehemencia acechaba en la memoria de Mikulov. Eres un insensato, gruñía Vedenin. Lograba mantener una voz átona pero, aun así, conseguía inyectar vitriolo en cada palabra y desprecio en su timbre. Tienes velocidad, agilidad y una mente aguda, pero eres orgulloso, impulsivo y débil. Te concentras siempre en los desaires y las frustraciones, y te vuelves sordo a los dioses. Tus actos traerán vergüenza a ti y al monasterio. Mikulov volvió a oír esas palabras ese día, mientras Vedenin lanzaba su mirada desdeñosa hacia unGachev que se alejaba. El monje deseaba claramente mandarlo a él algún día al mismo destino. Por instinto o clarividencia, Mikulov sabía que, cuando llegara su momento, Vedenin lo enviaría a su prueba.
En ese momento, Mikulov juró que no fracasaría. Por joven que fuera, dedicaría el resto de sus días en el monasterio a prepararse para el suplicio al que sabía que acabaría por enfrentarse.
***
Los monjes enseñaban que cada persona es un arma viviente, pero confiar en un solo recurso en todo momento era una locura. El auténtico poder de un monje, según sus enseñanzas, surgía de la disciplina y del espíritu. Por tanto, la orden exigía a sus acólitos que dominasen las armas de tres grupos: las armas de la mente; las armas del combate físico; y las más potentes, las armas del espíritu, calmando sus almas y utilizando el poder que los dioses compartían con sus siervos reconocidos. Cuando los monjes lo conseguían, podían blandir armas más mundanas como extensión de su espíritu equilibrado. Mikulov juró que lo conseguiría.
Desde el momento en que podían caminar, los niños de la orden se criaban en compañía de armas físicas. Mikulov en particular gustaba de la daga de puño, la hoja corta que se agarraba con una mano de forma que su punta letal saliera directamente del puño, pasando entre sus dedos. Su compenetración con el arma surgió rápidamente, incluso al instante, aunque al principio se mostró reacio a su imposición por parte de Vedenin, por supuesto. Al principio, Mikulov había querido usar un arco.
—El arco es excelente para usarlo a larga distancia, pero es totalmente ineficaz de cerca —dijo el viejo monje con desprecio.
Mikulov no estaba de acuerdo; el arco mantendría a raya a sus enemigos, negándoles cualquier oportunidad de acortar la distancia.
Vedenin replicó que las mejores opciones para el combate a distancia convertían el arco en la preferencia de los débiles.
Cuando Mikulov se burló, el anciano aprovechó la ocasión para humillarlo ante todos los chicos y chicas presentes. Indicándole que tomara un arco y dos flechas, Vedenin se alejó diez pasos y se situó de brazos cruzados, con las manos ocultas en las voluminosas mangas de su túnica. —¿Qué utilizarías para atacarme a esta distancia? —preguntó.
Mikulov alzó el arco.
—Hazlo.
Mikulov, ante sus compañeros novicios, oyó el ligero cambio en la voz de Vedenin, de un intercambio de palabras a una auténtica prueba. Se aprestó a preparar la primera flecha, pero mantuvo los ojos clavados en Vedenin. Un breve gesto dentro de una de las mangas, y el astil de la flecha se rompió en la mano de Mikulov.
Vedenin redujo la distancia que los separaba a cinco pasos. —¿Y qué utilizarías para atacarme a esta distancia?
Mikulov cogió torpemente la flecha restante.
—Los arcos necesitan tiempo de preparación —declaró Vedenin—. El espíritu es instantáneo. —Su siguiente gesto fue tan hábil y sutil que Mikulov no llegó a verlo. Tanto la flecha como el arco explotaron entre las manos de Mikulov. Sus oídos ardieron con la risa de los demás alumnos.
El anciano estaba ahora a un brazo de distancia. Con ufana condescendencia, preguntó: —¿Y a esta distancia?
Mikulov lo observó con furia. —Mis manos desnudas.
El movimiento de la mano de Vedenin llegó con más rapidez de la que habría debido permitirle su edad. La punta y las hojas infinitamente afiladas de una daga de puño pasaron tan cerca de los ojos de Mikulov que notó cómo el filo cortaba el aire.
—Inténtalo —murmuró Vedenin con suavidad. Sus palabras solo llegaron a Mikulov.
***
Aunque humillado por la lección, Mikulov era lo bastante inteligente como para captar su sabiduría. Sus sorprendentes elegancia y equilibrio no tardaron en volverlo formidable con su arma de corto alcance, y el sonido de sus esfuerzos se oía a menudo en el campo de entrenamiento. Poco a poco, acabó siendo un maestro de la daga.
El dominio de la mente y el espíritu, no obstante, seguía siéndole esquivo.
La auténtica destreza surgía de algo más que ensalmos pronunciados ante pergaminos arcanos. No, la antigua orden creía que la fuerza de los dioses estaba en todas las cosas, vivas o inertes, y que por tanto el poder debía de fluir por toda la creación. De ahí que los practicantes del Monasterio Suspendido pasaran sus vidas aprendiendo a sentir esa fuerza allá donde estuviera y a manipularla para los fines que sirvieran a los Patriarcas, la voz de los dioses en Ivgorod.
Un día, cuando su daga de puño era un borrón para los que la observaban golpear el poste de madera que hacía las veces de enemigo, la concentración de Mikulov era tan pura que su mente conectó de forma refleja con la resonancia cinética del poder de los dioses. Aunque la acción se produjo por casualidad, y aunque solo hizo uso de una fracción de la fuerza disponible, su arma golpeó el poste con algo más que fuerza física. Chispas de luz azul surgieron de la hoja de Mikulov y una onda expansiva derribó a varios espectadores. Las ondas se expandieron hasta los muros del monasterio. Dos huérfanos asombrados corrieron a llamar a sus ancianos maestros, aunque la molestia no era necesaria. Los monjes del Monasterio Suspendido pasaban todos los días entregados a la contemplación de su entorno, esperando señales de los dioses. Una prueba tan clara de lo divino no podía escapar a su atención.
Mikulov, ya hábil con las armas físicas, había dominado su mente y su espíritu lo bastante como para hacer algo extraordinario. Sabía que su prueba seguramente llegaría muy pronto. Cuando el rostro severo e inmisericorde de Vedenin apareció y clavó su mirada en el suyo en el campo de entrenamiento, Mikulov comprendió que la posibilidad se había convertido en certidumbre.
***
En los días siguientes, Mikulov se esforzó por dominar su recién descubierta habilidad para poder invocar el poder a voluntad.
La fuerza aparecía cada vez más rápido y con más fiabilidad cuando se concentraba por entero en el efecto deseado. Su contacto inicial había sido burdo y torpe, y de una brevedad exasperante —de haber sido algo físico, lo habría tentado con los dedos y se le habría caído—, pero aun así le demostró que podía hacer surgir ese poder y dirigirlo, incluso magnificarlo.
Diseñó sus propios ejercicios y los repitió de forma incansable.
Fija tu mente con firmeza en la necesidad de liberar el poder mediante la propia hoja. Concéntrate en ese requisito. Enfoca tu determinación; deja que tu deseo libere ese flujo de energía desde tu mente hasta cada fibra de tu cuerpo y tu espíritu.
Tras conseguir algunos éxitos limitados, descubrió que la clave no era solo la concentración.
Debes concentrarte, pero nunca precipitarte, moverte sin prisa pero con decisión inamovible.
Siempre intentaba recordar que, como el poder de los dioses era un regalo, apurar su generosidad era egoísta e irrespetuoso.